Aun cuando nací en Cajatambo, apenas fueron dos años los que viví en la tierra en donde nací. Allí estudié transición y primero de primaria, y según mi madre, mis profesores abrigaban generosas expectativas respecto a mi futuro. Lucho Gómez, Anacleto Quinteros y Juan Saldaña, los dos primeros cajatambinos y el otro huancavelicano, fueron mis primeros maestros. Aparte de Miguel Reyes, mi primo, de todos mis compañeros de escuela solo me acompañan dos nombres: Iván Salazar y Chichi Arias.
De aquel tiempo, asimismo, vagamente, de un modo bastante etéreo y nebuloso, vuelve a mi memoria una ceremonia fúnebre que con asistencia de los alumnos de las escuelas -entre los que me encontraba- causo harto impacto en el pueblo cuando se dió sepultura a un alcalde súbitamente fallecido. Sospecho que aquel hecho debió conmocionar al pueblo pues, hasta donde alcanzo rememorar, su muerte se debió no a un accidente sino a su propia decisión.
En cambio, lo que recuerdo con absoluta claridad es la notoria parafernalia de las fiestas patronales (que en Cajatambo coincide con las fiestas patrias). Pero en especial tengo siempre presente -tanto que me parece oírlo todavía- el chasquido enérgico de los chicotes en las laderas blandidos, en los días previos a las corridas, por aguerridos arreadores de toros bravos. Pues, con la aparición de aquellos jinetes, cabalgando sobre briosos corceles para hacer posible la llegada de los temidos, y esperados, astados, era cuando en verdad la fiesta comenzaba.
Uno de aquellos arrieros, pero no uno más, sino el más intrépido y audaz, el más recordado y respetado fue alguien que no solo conducía los bravos desde remotos parajes sino que, en la hora suprema, en la plaza, sosteniendo una manta o un pañolón, los enfrentaba con denuedo y pericia. Pues sin él, sin Teófilo Fuentes Rivera, aunque sobrasen toros, no había fiesta. No, en todo caso, como las hubo con su presencia. Y puesto que -aunque chillen- las mujeres cajatambinas aman las corridas, y a sus toreros, Teófilo, por cierto, con todo derecho, no perdió ni lo uno ni lo otro.
Fue amigo de mi abuelo Augusto, mi abuelo materno; de modo que su amistad antes que una coincidencia fue para mí una continuidad. Pero asimismo junto con su aprecio me gané, pronto, su respeto cuando al volver a Cajatambo en 1984 (a los 22 años) hice lo mismo que él: lanzarme al ruedo con una manta. Entonces de Cesar pasé a ser Chechitar, así me trataba. Incluso un día, un día de corrida, nos coludimos para perpetrar una travesura: me propuso torear juntos. Acepté encantado, pues más que una muestra de afecto y confianza sus palabras contenían una lección. “Así viejito -fueron sus palabras- quiero darme una vueltecita y quiero que me acompañes”. Dicho y hecho: después de terminar la medía botella de ron que pedimos para animarnos nos lanzamos al ruedo. Al evocar esos momentos no puedo menos que sonreír al ver a Walter y al Chino, sus hijos, desesperados por sacar al viejo que, más bravo que el bravo, enfrentaba al tiempo, a la vida y al toro.
Años después, cuando para entonces el toreo era para mí apenas una lejana curiosidad, una mustia tarde de julio de 2008, la nostalgia me condujo hasta Astobamba (pues, para variar, me hallaba alojado en Cajatambo y no traía las llaves de la casa). Fue entonces, mientras miraba mi casa cerrada, que vi aparecer la inconfundible figura del patriarca del toreo cajatambino. Con paso lento y sereno lo miré cruzar la breve y remota placita de Capillapampa. Me acerqué a saludarlo. Le causó grata sorpresa verme aparecer de pronto. Pero mucho más cuando le dije que había venido desde Ambar, por la altura, a caballo. Lo vi sonreír y enseguida, del mismo modo amable y cómplice con que me propuso torear, me invitó a tomarnos un calentado donde la risueña Chapaquita. Entonces, sorbo a sorbo, le conté que había recorrido el camino de herradura que conduce desde Ambar hasta Cajatambo con un empresario noruego que traería a sus paisanos. Al saberlo alzó el vaso para brindar y dijo algo que jamás olvidaré: “Que bien, me alegra mucho que tengas esa iniciativa y esa decisión. Tú me recuerdas a mí. Así era yo”.
En el 2011, próximo a la centuria, murió don Teófilo; más no su recuerdo ni su historia, pues su historia es la historia de su pueblo. Mi historia. Nuestra historia.
1 comentario:
Gracias César por acordarte con tan dignas palabras de mi querido Padre.
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