“Yo creo en el
plagio y con el plagio creo” escribió con
risueño y sincero atrevimiento el medico y poeta peruano Luis Hernández. Sin
embargo, ha sido una nada grata noticia tener
la creciente evidencia de que uno de los escritores más graciosos
(es decir: más llenos de sutileza y
humor en su estilo) ha devenido en un arrogante y tramposo impostor. Sucede que
varios artículos de opinión suscritos por don Alfredo Bryce Echenique durante meses no eran más que arreglos y maquillajes de otros escritos ya
publicados y otros camino a ser publicados. De manera que esos textos han
tenido una lectoría superior a la que hubieran obtenido publicadas con el
nombre de sus verdaderos autores. Acaso sea ese el descargo no dicho a lo hecho
por el autor de “Un mundo para Julius”.
Se suele afirmar
entre los amantes de la literatura en el Perú que a Vargas Llosa se le respeta
y que a Bryce se le quiere y que a Ribeyro se le respeta y se le quiere. Y es
que entre “Conversación en La
Catedral” (la mejor novela de Vargas Llosa) y “La palabra del
mudo” (la colección de cuentos de Ribeyro) existe un escritor insular que representa la ternura y
desolación de un niño nacido entre los menos son que más tienen: Julius. Después
de décadas de literatura quejumbrosa y plañidera (cuyo extremo más patético se
llama “Paco Yunque”) la irrupción de Bryce supuso la aparición de un autor
cautivante y a la vez de un personaje fuera de lo común.
Hijo de
banqueros que en lugar de cuentas prefirió los cuentos -y enseguida voluminosas
novelas que, valgan verdades, no son otra cosa que variaciones sucedáneas de su
primera y fundamental obra: “Un mundo para Julius”- han contribuido a consagrar
el prestigio y el reconocimiento del escritor. Y asimismo el personaje Bryce
(convertido en un Julius de la tercera
edad) se ha permitido peculiaridades como responder entrevistas televisivas
saturadas de tragos o tartamudear
hasta el aburrimiento. Escritor popular y ahora personaje polémico
don Alfredo es un hombre que suele decir
que escribe para que lo quieran más sus amigos y sus lectores. Tanto quiere que
lo quieran y quiere tan poco a los que lo quieren que hasta lo ajeno puede
hacerlo suyo.
Resulta
paradójico: un autor de libros voluminosos y divertidos, cargados de intimistas
letanías y piadosa ironía despostilla su gloria fatigada por plagiar breves
textos de comentarios que, quien sabe, hubiera querido escribir. Y puesto que
estaban escritos, y algunos bien escritos, cual padre generoso no dudó en adoptarlos.
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