A mediados de diciembre de 2010, a mitad de un día anodino que devino triste y solitario, mi hermano me comunicó la funesta y breve noticia: “Mamá tiene cáncer”. A partir de ese momento lo que era un simple examen de rutina dejo de serlo para convertirse en una sentencia imprevista e inapelable. Entonces hasta el fulgor del verano -recibí la noticia mientras almorzaba- se tornó, para mí, lejano y sombrío.
Al día siguiente, con el amanecer del nuevo día, aferrado a sus arrugadas y amorosas manos le agradecí su cariño con palabras y lagrimas. Ella me respondió de la misma manera. Luego, igual que lo hacía de manera habitual por aquellos días, salí a trotar entre las chacras y los árboles de la campiña que circunda la casa -esta misma solariega morada- que fue la extensión material de su bondad por más de cincuenta años. No obstante, contra lo habitual, aquel día tardé en regresar: un amigo, a quien visité, me invitó a desayunar. Preocupada, a pesar de su convalecencia, mi madre salió a buscarme. Sin haber escuchado las desoladoras palabras de mi hermano, era evidente que no ignoraba la dolorosa magnitud de la circunstancia.
Cuando comenzó el tratamiento -el vano intento paliativo que simulaba curarla- la tarde del 30 de enero de 2011, desde una cama ubicada en el cuarto piso del hospital regional de Huacho, durante dos horas, me ordenó escucharla. A la hora en que termina la visita, gracias a la amabilidad de una enfermera, a quien renuevo mi agradecimiento, comparecí, desde las cinco hasta las siete de la noche, ante las más sensatas y dramáticas palabras que me tenía reservado el destino. He tenido otras operaciones, comenzó diciendo, pero esta vez siento que será diferente. “Ponte fuerte: hoy me toca ser la madre que se despide del hijo que se queda”. Recibí encargos, consejos y recomendaciones. Así es la vida, concluyó diciendo, un comienzo y un final: no hay otro camino. Yo perdí a mi padre, hoy te toca perderme a mí.
Al abandonar el hospital oscurecía, fue entonces cuando, por primera vez en mi vida, descubrí el verdadero color de la noche.
Todavía hospitalizada, el 6 de febrero de 2011, cumplió 77 años. Con el cabello recortado y luciendo una vistosa bata floreada sonrió ante la presencia y el cariño de quienes más la queríamos. Sentada en una silla de ruedas, sosteniendo una pequeña torta entre sus rodillas sonreía; sonreía con melancólica y risueña resignación mientras le cantábamos reunidos en la sala de espera del cuarto piso. Se la veía contenta y agradecida, pero sobre todo decidida: al día siguiente debía ser operada.
El 7, el día más esperado y más temido, hería nuestros corazones la debilidad de su corazón; sin embargo, nada nos previno para que, a media mañana, el médico autorizara a mi hermano ingresar a la sala de operaciones para decirle, y mostrarle, que no había nada que hacer, salvo cerrar el corte. La herida que jamás habría de cicatrizar.
Un mes después, exactamente a las 9 y 40 de la noche del 7 de marzo del 2011, una noche cálida y triste de verano, la existencia del ser más entrañable del que tuvimos sus hijos y nietos el inmerecido privilegio de ser destinatario de sus afectos y atenciones, Saturnina Villanueva Balboa, mi madre, nuestra madre, concluyó su tenaz y dulce peregrinar.
Perdió la vida, igual que todos, pero, como pocos, jamás el humor.
Gracias Mamá Shatu. Inolvidable Gordita Chispas. Gracias a la vida que nos regaló tu vida.
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