Una actitud común y constante, natural, es, por lo general, ignorar la existencia de la muerte. Proceder como si no existiera. Llorar cuando, a pesar del desplante, se hace presente. Resulta paradójico: somos seres concientes y a la vez excesivamente candidos. Lastimeros. Nos cuesta asumir que ser expresión racional de la materia no nos libra de su destino: morir.
Y respecto a nuestra redonda morada, la tierra, el planeta que nos alberga, y el sol, la estrella que lo alumbra, nuestras existencias devienen tan efimeras y personales que celebrar o deplorar su presencia parece, aun cuando no lo sea, demás.
Por eso mismo, aunque infrecuente, no deja de ser gratificante, hallar aproximaciones sensatas y serenas que nos confrontan con lo indecible y lo inimaginable.
Una mirada audaz y veraz al más allá que -en palabras del astronomo español Miguel Gilart Fernández- nos recuerda que: "Dentro de 5.000 millones de años, nuestro Sol agotará sus reservas de
hidrógeno y se hinchará, convirtiéndose en una estrella gigante roja. Se
hinchará tanto que los planetas más cercanos al Sol; Mercurio, Venus,
la Tierra y posiblemente Marte, quedarán dentro de nuestra estrella y
será el fin".
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