“Si mi sotana fuera de bronce a veces retumbaría más que una campana”, decía un sacerdote que era hermano de un amigo con quien trabaje en una anodina revista parlamentaria. Rodeado de muchachas que poblaban de belleza y juventud su parroquia era esa la respuesta inevitable y esperada que la inocente malicia de sus interlocutoras celebraba escuchar. No se trataba por cierto del famoso padre Alberto de Miami sino de un simple cura nacido en Chimbote que mal que mal procuraba estar a la altura de su sacro deber sin traicionar su insoslayable condición humana. Pues no solo se había enamorado antes, cuando era un ser humano común y corriente, sino que -una vez ordenado- ella, su amor de juventud, le pidió que oficiara la ceremonia de su boda.
Sin embargo, un día de mayo del 2009 sobre las cálidas arenas de una playa de Miami ha vuelto a retumbar la campana no solo para escándalo de una familia sino del mundo entero. Esta vez fueron 25 fotografías en las que el sacerdote de origen cubano Alberto Cutié cansado de huir y ocultar su amor por la mujer que lo acompaña por más de una década decidió poner en claro que antes que sacerdote era un hombre, y puesto que no puede ser peor que eso, hizo lo que cualquier hombre enamorado haría en cualquier playa del mundo: hablar y acariciar a la mujer que quiere. Lo que sucedió enseguida -era lo previsible- ha sido lo más parecido a una crucifixión mediática. Pero las imágenes, al margen de los gritos que alcanzan al mismo cielo, más que acusarlo han puesto en evidencia lo bestia que podemos ser los seres humanos cuando olvidamos que lo somos. Y así más que una acusación las imágenes del padre Alberto junto a la mujer que quiere se han convertido en un alegato contra la estupidez y la hipocresía de una institución que funge y finge estar compuesta por solteros eternos felices del don de serlo.
Vieja y amnésica iglesia -apostólica y romana- que, entre otras cosas, olvida algo que el escritor argentino Tomás Eloy Martínez recordó alguna vez y que hoy más que nunca conviene tener presente antes de juzgar al sacerdote enamorado de Miami: “La mayoría de católicos ignora que los sacerdotes y obispos no tenían prohibido el matrimonio durante los primeros 10 siglos de vida cristiana. Algunos Papas fueron hijos de otros Papas sin que ese linaje afectara la santidad de sus actos. Tal fue el caso de Inocente I (401-417), hijo de Anastasio I, y de Juan XI (931-935), hijo de Sergio III, además de ocho pontífices engendrados por obispos y miembros del bajo clero”.
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