jueves, 24 de junio de 2010

“SÍ, TENGO EL PREMIO NOBEL, ¿Y QUÉ?”

(1922-2010)

Hay muchas maneras para recordar a José Saramago, el escritor portugués que nació en una aldea en 1922 y murió en una isla española en el 2010. Pero acaso la forma en que prefiero recordarlo -sin haber estrechado su mano jamás- es aquella en que lo muestra en una dimensión incluso más trascendente que la de haber sido el único autor en lengua portuguesa consagrado con el premio Nobel de Literatura; y es que para mí, la imagen más memorable no es la del anciano aclamado que comparece ante el rey de Suecia sino sencillamente la del hombre que, por encima de los años, besa con intemporal arrebato a su joven mujer. Y es que en su vida conocer a Pilar del Río fue más importante que merecer el Nobel.

Saramago y Pilar, su verdadero premio

Lectora deslumbrada y convencida de encontrarse ante la obra de un clásico moderno Pilar no dudo en viajar de España a Portugal para entrevistar a Saramago. Recién llegados del mundo, se conocieron cuando él tenía 66 y ella 36. Cautivada por el escritor y el hombre, a partir del aquel primer encuentro, Pilar, más que una ocasional entrevistadora, decidió convertirse en su interlocutora vitalicia. Y ese diálogo fecundo y singular, de la piel y del alma, ha durado 21 años; y todavía más aun: habrá de perdurar en el confín del tiempo y la memoria.

Al igual que Camus -cuya madre era analfabeta- Saramago sintió orgullo y gratitud de su origen campesino (donde, al menos, no cabe el riesgo de perder una hija en la suntuosa sentina del lucro). Y al igual que Lula, presidente del Brasil, también fue obrero. Obrero metal mecánico, para ser precisos. De manera que, sin dejar lucir un don extraordinario, no se trató de un remilgado académico, y mucho menos, de un solemne doctor. Pues, fue simplemente un hombre laborioso, como tantos; al mismo tiempo, un lector extraordinario, como pocos; pero sobre todo, fue un espíritu indomable, sabio y sereno, como ninguno.

Los electores pasan. Los lectores perduran. Por eso, por encima de la mezquindad de los políticos, la obra de Saramago, junto con la de Camoes, Fernando Pessoa, Machado de Assis, Manuel Bandeira, Carlos Drummond y Jorge Amado, conforma el más alto referente de la cultura lusitana. No solo en estos tiempos, sino en todos.

El futbol es una adicción universal. Un dinámico espectáculo colectivo. Una pasión que ciega y niega. Pues, un hincha jamás aprecia los méritos de la oncena ajena ni las deficiencias del propio. El desafuero de ganar catapulta la miseria de ver. Ni que decir de los atletas que, por lo general, al abrir la boca más que hablar parecen defecar. Y ni que decir de quienes tienen por oficio, el deportivo oficio, de hablar de lo que no fueron capaces de hacer: competir. Es en estas circunstancias, en el mes en que el redondo mundo se concentra en el rodar de una redonda pelota -esta vez en Sudáfrica- que culmina el iluminado andar de Saramago; y más precisamente, el mismo día en que el equipo portugués inflingía una insólita derrota a la exótica representación norcoreana, el cuerpo inerte de Saramago a pasado ha ser reverente ceniza, polvo de eternidad. (Pues, que duda cabe, aun cuando ha nadie importe los goles de este mundial, habrá todavía quien se aferre a un libro -digital o impreso, igual da- para sumergirse en el maravilloso espectáculo de la palabra del Cristiano Ronaldo de la literatura portuguesa).

Contradictor lúcido y contumaz, se declaró comunista, una y otra vez, con la misma cortesía provocadora que Borges insistía en declararse conservador. Amable, irreverente y sagaz. Más anticlerical que apostata, jamás temió desasosegar, mucho menos tratándose de la monarquía papal. “La biblia, decía, es un libro sobre el humor humano. Pero sobre el mal humor”. Tampoco tenía reparos en proclamar su pesimismo repitiendo siempre que no podía ser de otra manera, porque simplemente el mundo, tal como era, le parecía pésimo.

Se fue, igual que todos. Queda su obra, el beso y su palabra:


"Yo vivo para desasosegar, escribo para desasosegar”.

“No cambiaremos la vida, sino cambiamos de vida”.

”Todo lo que tiene que llegar, llega a su tiempo. No hay que apurarse. Yo encontré mi propia voz, la voz que necesitaba para decir lo que quería decir, a los 45 años. Eso es lo que importa. No el apuro”.

“Lo que la literatura es lo que puede suscitar un sentido crítico. Eso lo tengo claro y lo buscaré siempre”.



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