(1897-1960) |
Desde que el espíritu de la cultura helénica sembró sus reales por el mundo y definió eso que se llama cultura occidental, la historia del mundo es única como la del mar que la rodea, aunque los continentes y los océanos tengan nombres distintos y una historia propia. Desde hace cinco siglos también, nosotros, los peruanos, somos occidentales; por si fuera poco, hasta cristianos. Pero, a pesar de todo, nuestro problema, ó, más bien: el problema, que agobia a no pocos, no es que tan occidentales podamos ser, sino que tanto es posible serlo en medio de una vorágine de idiomas, costumbres y visiones ancestrales en las que el presente, el siempre elusivo presente de cada día, se une con el pasado y se proyecta al porvenir.
Por tanto, nada nos es ajeno; ni debe de serlo. Menos si se trata de recordar, precisamente, los cincuenta años de la partida del hombre que, mejor que ninguno en el Perú, supo cultivar los dones de la memoria y de la palabra: Raúl Porras Barrenechea (1897-1960). Recordarlo, por cierto, teniendo en cuenta que un historiador es no solo alguien que ilumina los recodos del camino, un intérprete del devenir de un pueblo, sino un constructor, un refundador del pasado que hace tolerable el presente y promisorio el futuro. Un constructor que enfrenta solitario, y a diario, un viejo lugar común que, no por común, dejar de ser una verdad útil de recordar: los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetir sus errores. En consecuencia, el pasado -que nunca es pasado- es una necesidad del presente. Pero el pasado solo puede ser nuestro cuando lo podemos digerir, y hasta degustar; es decir, explicar; entonces, cuando eso ocurre, deja de ser pasado. Para eso sirve la historia, para ser presente. Y para eso tenemos a Porras que es, fue y será, la prosa historica más brillante de la historia peruana.
Chabuca Granda, grande siempre y siempre entrañable, contó que un día, luego de asistir a una memorable conferencia de Porras -que forma parte del libro: “El río, el puente y la alameda” - nació La flor de la canela. Pero cabe agregar que bajo su influjo no solo surgió una hermosa canción sino una brillante generación de diplomáticos, historiadores y escritores. Por si no fuera, de por sí, vasto aquel derrotero, Porras también fue parlamentario, y en todas estas actividades, dejó la marca inconfundible de quien asumió el rigor, y la sobriedad, no solo como una actitud intelectual sino como una norma de vida.
Dicen que nada hay más serio que el humor, y que nadie como los humoristas, en ocasiones, son capaces de pensar en serio; lo prueba esta afirmación de Moliere: se escribe con las palabras, no con las ideas. Un desmedido esmero por la especialización y la competencia curricular ha llevado, con habitual frecuencia, a que resulten no solo prescindibles los errores ortográficos sino, incluso, meritorios y tolerables muchos farragosos empecinamientos académicos. Pues del mismo modo que no basta con alcanzar el poder para ostentar el poder del saber, no basta saber sino se sabe decir lo que se sabe. En concreto, el temple de la palabra, al igual que el del capote del diestro en el ruedo, es una virtud que trasciende el reposo impreso, sea sobre una página o una pantalla, de quien la crea. En ese especifico aspecto, más y mejor que nadie, muchas cosas fue Porras: historiador, diplomático, parlamentario, y, ante todo, maestro.
El reconocimiento que han logrado los jóvenes que rodearon a Raúl Porras, entre los cuales destacan -de lejos- Mario Vargas Llosa y Pablo Macera, no hace sino acrecentar la magnitud categórica de su magisterio. Sin duda, nadie como ellos para hablar, y escribir, sobre su vida y su obra. Sin embargo, habida cuenta que el maestro más notable que han acogido las aulas de la universidad más antigua de América pertenece, de igual modo que a quienes tuvieron el privilegio de escucharlo, a todos quienes lo quieran leer (la antología “La marca del escritor”, preparada por Luis Loayza, es una excelente muestra), este no es -entre tantos- más que un homenaje ni menos que un testimonio insoslayable, de gratitud y de admiración, a aquel sabio hombre que escribía maravillosamente y que, como ningún otro, supo sentir el pensamiento y pensar el sentimiento. Una celebración que es a la vez una proclamación sobre el legado, pródigo y prodigioso, de un maestro cuya existencia, ante todo y sobre todo, no fue otra cosa que una constante cruzada de amoroso, y por momentos furioso, ejercicio de entendimiento del Perú. Por el Perú y para el Perú.
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