En 1995, durante la existencia del CCD, me tocó llevar el expediente de creación de la provincia de Lauricocha (Huánuco). Dos años después regresé. Para mi grata sorpresa mi presencia coincidió con la visita de una de las personas que más me entusiasmaba conocer: Lourdes Flores Nano, lideresa del Partido Popular Cristiano y -entonces- destacada parlamentaria.
El día anunciado una camioneta blanca (seguida por un patrullero de resguardo) irrumpió en la plaza de Lauricocha. En contraste con los gestos enérgicos y las expresiones categóricas de la mujer que, se decía, representaba a los sectores más prósperos y arrogantes del país, quienes salimos a su encuentro comparecimos antes una afable gordita que retribuía la bienvenida con una radiante sonrisa.
Enseguida, invitada por el alcalde, ingreso al local municipal; pero antes de hacer su ingreso al auditorio -donde aguardaban su presencia los dirigentes comunales y algunos pobladores- le ofrecimos una, no por rauda menos fervorosa, recepción en el despacho de la alcaldía. Tanto así, que al momento del brindis, celebro el coctel preparado en su homenaje y hasta pidió repetir: “Esto sí que esta bueno”. Sentado a su izquierda solo atine a precisar: “Congresista, aquí en esta municipalidad todas las chicas son sus hinchas, y por eso sean esmerado en preparar el coctel”. Entonces agregó: “Gracias. Muchas gracias, las felicito chicas”.
Complacida por el coctel y agradecida por el halago de manera espontanea de pronto su mano apretó mi brazo derecho para decir también: “Muchas gracias mi querido César”. A más de tres mil metros de altura y lejos de los corrillos protocolares era grato escuchar aquellas palabras de boca, nada menos, de la mujer más influyente de la política peruana. (Y lo era más para mí porque cuando se proponían ofrecer un anodino vino convencí a las secretarias de preparar el apreciado coctel).
Luego de izar la bandera patria en el centro de la plaza de Lauricocha, por entonces la provincia más reciente (como ahora lo es Datem) al momento de partir, Lourdes, sobrepasando mis más optimistas expectativas descendió de la camioneta para decirme desde la puerta únicamente a mí, delante de todos los presentes: “César no olvides visitarme en mi oficina del Congreso”.
Sin embargo, ¡cómo olvidarlo!, en aquella visita estuvo siempre presente un hombre cuya virtud principal era estar pendiente de todo y ni siquiera parecer hallarse presente. Un caballero de blanca cabellera y coposos bigotes, un hombre de apariencia adusta y serena discreción fraternal. Era él quien conducía la camioneta. No era el chofer, era el padre de Lourdes, era el veterano ingeniero Cesar Flores Cossío.
El mismo que un día con impaciente franqueza, irreverente desatino y fatal consecuencia pasó a la posteridad por una frase infeliz y lapidaria que catapulto a su destinatario al pedestal de la piedad popular, y posteriormente, a la presidencia del Perú. Aquel hombre que, por encima de cualquier exabrupto, fue el orgulloso padre de una mujer singular (a la que el hecho repetido de que el Perú, hasta ahora, no haya elegido para dirigir sus destinos, no disminuye méritos). De igual forma, con certeza nadie como Lourdes ha de haber agradecido a la vida más que el privilegio de los roles protagónicos que le tocó asumir la fortuna de contar con aliado tan tenaz y cómplice tan leal; tanto, que por muchos que fuesen los reveses, ninguno habría de superar al dolor de la ausencia del hombre que le enseño a amar, más que a un hombre, a un país. Un país imperfecto, complejo y dramático, gracias a aquel cómplice perfecto, también tierno y amable.
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