Igual que cuando los crímenes, recién
ocurridos los hechos, nos enteramos de sus pormenores y del entramado que precede
a su notoriedad. “Lo más difícil de la misión no era llegar, sino regresar”,
dice al respecto la edición conmemorativa de Natgeo.
Es casi imposible -para quienes hollábamos
ya entonces suelo terrestre- ignorar en donde estuvimos el día memorable, inolvidable,
en que, como de se estila decir desde entonces, el hombre llegó a la Luna. En
mi caso, impactado y conmovido, por tan magno y estelar acontecimiento, al
salir de la escuela y cruzar un puente de piedra, en el intersticio de luces y
sombras con que sucumbe el día, aquel 20 de julio de 1969, a mis siete años deslumbrado
me detuve para mirar la Luna. No era para menos: “Este es un pequeño paso para
un hombre, pero un gran salto para la humanidad”, había proclamado a nombre de
nuestra homínida representación al pisar superficie lunar el astronauta que
fuera el primero en hacerlo: Neil Armstrong.
Armstrong, Collins, Aldrin |
Y es que cuando llegaron los
norteamericanos a la Luna, ocurrió algo que raras veces sucede: sentimos que
todos de algún modo estábamos allá. Resultó tan increíble que aunque parezca inverosímil
hubieron quienes murieron dudando de que fuera posible. Aun así, ignorándolo o negándolo,
también ellos -estando en la Luna- celebraron la hazaña.
Armstrong, el astronauta de
origen alemán, por cuyos pies todos pisamos la Luna, murió, después de una
fallida operación al corazón, el 25 de agosto de 2012. Tenía 82 años y la eternidad para siempre. Por eso
acaso, prefirió no una tumba sino las aguas del vasto mar para sus cenizas.
El arribo del hombre a la Luna fue
la mayor hazaña del siglo XX. Y sus protagonistas -incluido el presidente
Kennedy- los más heroicos, y recordados, viajeros de una travesía sin fin.
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