Apenas al despertar (aunque
en verdad casi no dormí)
me acerqué a su cama
y besé su frente para despedirme.
Fue al amanecer,
indulgentes y piadosas, recuerdo
todavía sus palabras:
“Que pasa hijo, que tanto te desesperas:
tu madre no se ha muerto todavía”.
Tan pronto calló crucé el puente
a la carrera.
Y así mientras mi madre aun dormía
yo corría quebrada abajo.
Tenía 20 años y unas breves horas
para cruzar gradas, vados y puentes.
Empapado de sudor al llegar al pueblo
temí no encontrarla.
La fiesta había terminado
y las calles lucían otra vez desiertas.
Sin embargo, al doblar una
esquina sufrí más de susto
que de gusto:
sentada sobre el lomo
de una mula reía feliz.
Al verla, su belleza me
intimidó:
era más hermosa de lo que creí.
No por nada -luego lo sabría-
en la escuela le decían Mama Shona.
Y es que solo la hermosura
de la patrona del pueblo
podía competir con la suya.
Con todo, igual que dos días antes,
me lancé al ruedo. Desafíe su olvido.
La vi, le hable y la seguí.
Desde lo alto de una pirca,
rodeada de flores,
con los brazos abiertos
me sonreía y me decía: “Ven, ven”.
Parecía un milagro, pero no,
era la vida. Era el amor.
El dulce abismo del amor.
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