martes, 5 de febrero de 2013

SAKSAY




Apenas al despertar (aunque

 en verdad casi no dormí)

me acerqué a su cama

y besé su frente para despedirme.

Fue al amanecer,

 indulgentes y piadosas, recuerdo

todavía sus palabras:

“Que pasa hijo, que tanto te desesperas:

tu madre no se ha muerto todavía”.

Tan pronto calló crucé el puente

a la carrera.

Y así mientras mi madre aun dormía

yo corría quebrada abajo.

Tenía 20 años y unas breves horas

para cruzar gradas, vados y puentes.

Empapado de sudor al llegar al pueblo

temí no encontrarla.

La fiesta había terminado

y las calles lucían otra vez desiertas.

Sin embargo, al doblar una

esquina sufrí más de susto

que de gusto:

sentada sobre el lomo

 de una mula reía feliz.

Al  verla, su belleza me intimidó:

era más hermosa de lo que creí.

No por nada -luego lo sabría-

en la escuela le decían Mama Shona.

Y es que solo la hermosura

de la patrona del pueblo

podía competir con la suya.

Con todo, igual que dos días antes,

me lancé al ruedo. Desafíe su olvido.

La vi, le hable y la seguí.

Desde lo alto de una pirca,

rodeada de flores,

con los brazos abiertos

me sonreía y me decía: “Ven, ven”.

Parecía un milagro, pero no,

era la vida. Era el amor.

El dulce abismo del amor.


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