lunes, 6 de mayo de 2013

JDC

"Aquí, señor, no hay un pesetero; aquí, hay una persona de principios"; con estas palabras se despidió Javier Diez Canseco (1948-2013) del Congreso de la República. Terminó así una trayectoria que comenzó en 1978. Sin duda, se trató del constituyente, diputado, senador, congresista -todo eso fué- que no solo, a partir de entonces, por más tiempo permaneció en ejercicio de funciones legislativas en el Perú sino también de aquel que más y mejor se hizo escuchar. Y, sobre todo, respetar.
Quienes lo conocieron desde sus inicios militantes han evocado que, en contraste con su imágen pública, fue un hombre afable, risueño y sensible. Y también han recordado las dos ocasiones que lo consternarón hasta las lágrimas: la muerte del historiador Alberto Flores Galindo y el autodespedazamiento de los grupos de izquierda (que puso fin a su protagonismo).
Por su parte, alguna vez refirió que su padre -un banquero de rancio abolengo- alquiló un inmueble en San Isidro a un inmigrante japonés cuyo hijo, más tarde, llegaría ser presidente de la República    ( y del que se convirtiría en implacable opositor). Al verlo y escucharlo, un contemporaneo de su progenitor, a pesar de las distancias de sus quehaceres, no dudó en compararlo con su padre. 
"Aristócrata por estirpe y por espíritu", lo ha llamado Isaac, el patriarca de los Humala. Y aunque parezca que el viejo con frecuencia habla demás, en este caso, lo cierto resulta más que evidente.
En un país lastrado por ignominiosas fisuras, buscó justicia; en una sociedad con aptitudes innatas para la corrupción, luchó contra ella, y sobre todo, en un país, en donde los políticos no tienen bandera, él -aunque mudara de tela- mantuvo siempre la suya.
Coherente y vehemente para expresar sus ideas y sentimientos, con el tiempo se hizo pragmatico y hasta prudente, pero ante todo, fue siempre claro y valiente. Es esa su mayor virtud, y acaso, no menos, lo contrario.
A nombre de los más debiles y desamparados se enfrentó a los poderosos y ahítos. Lo hizo con la desenvoltura y la forma de quién ni debe ni teme. No era para menos, pues, él - aun representando a los menos- era igual que ellos. Era ellos, a un cuando ellos jamás serían como él. Y es allí, sin duda, donde reside el secreto de la conmoción que provoca su partida.
Con excepción de los integrantes y dirigentes de las organizaciones populares, para no pocos de los condolidos concurrentes -empresarios, funcionarios, intelectuales- comparecer ante el ataud que contiene  el cuerpo inerme de Javier Diez Canseco es tener al frente  a alguien que (a tenor del aserto poetico de Brecht) fue una presencia imprescindible. Imprescindible para aceptar que la vida es lo les pasó mientras pensaban en otras cosas.
Teniendo como escenario postrero no el palacio legislativo (que fué en donde más tiempo pasó), sino la sala principal del recinto que sirvió para recibir virreyes, libertadores y presidentes, en lugar de un crucifijo el escudo de San Marcos (la universidad en donde más se lo quiso) preside la sobría coreográfia funebre de su partida. 
Ha muerto Javier Diez Canseco. Como muchos, o casí todos, perdió sin duda no pocas ilusiones; pero como pocos, o ninguno, jamás sus convicciones.

  

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