martes, 29 de octubre de 2013

"PROCESOS Y VISITAS DE IDOLATRÍAS. CAJATAMBO, SIGLO XVII"


 
"Amor, en la universidad hay un libro sobre Cajatambo" "Pero solo hay uno que me interesa y no he podido tener, pues se trata de una edición agotada: un trabajo hecho por un antropólogo francés" "Si claro. Ese mismo es".
No podía creerlo: en Huacho y  gracias a Lizbet aparecía "Procesos y visitas de idolatrías. Cajatambo, siglo XVII".
Enseguida una mototaxi bajo el cálido sol de primavera nos transporta de la oficina de   Perú Qoya al campus de la universidad JFSC de Huacho. Por breve que sea el recorrido siento y disfruto la intensa y solitaria gratitud de mirarla. De besarla en silencio con los ojos. Con estos mismos ojos que jamás desistieron de buscarla.
Después de recorrer y visitar las aulas (en ese momento vacías) del pabellón por cuya construcción luchó  siendo integrante del Consejo Universitario nos dirigimos a la biblioteca. Alta, ñatita, vestida con elegante informalidad, de rato en rato me premia con su hermosa sonrisa. No puedo ser más afortunado: la mujer que más me gusta me conduce hacía el objeto que más prefiero. Sin embargo, el bibliotecario, discapacitado por la rutina, pone reparos exagerados para entregarnos aquel prodigioso bodoque de más de ochocientas páginas que contiene el testimonio de la vida y las creencias más antiguas de mi más remotos paisanos.
Con todo, persuadido por nuestra insistencia y no poca impaciencia, el celador de los libros -protegido por una blanca mascarilla que amenaza dejar de serlo- depone su negativa y trae el volumen. Me entusiasma, al ver el color de la tapa, que se trate de la edición que prefiero: la de 2003.
Puesto sobre la mesa, sentado, miro al libro y la miro a ella. Y no me libro de pensar: más feliz no imagino estar. Lo hojeo y leo. Ella escucha y sonríe. Es tan íntimo y a la vez tan público aquel acto que nos deslumbra tener tanto con tan poco.
Para acrecentar nuestra gratitud hasta el bibliotecario, amable y conciliador, nos invita a permanecer cuanto juzguemos necesario. Entonces Lichi determina que las horas para leer debemos convertirlas en hojas para fotocopiar el libro entero. Maravillado por su entereza y generosidad solo se me ocurre sugerirle almorzar antes.
Luego de saborear, entre abrazos y caricias, un lomo saltado bien conversado volvemos a la oficina y soy testigo de lo soñado: el libro querido reproducido por mano de la mujer amada. Por eso, esta tarde, no la miro; esta tarde, la admiro. Pese a todo, puesto que -por culpa de un taimado dolor en la cadera- me pesa caminar, culpable me retiro a casa.
Asistida por Enoc, el discreto y amable muchacho venido del Altiplano, su voz me alcanza otra vez al anochecer: "Amor, todavía estamos a la mitad. No te preocupes, cuando lo terminemos voy a llevar a entregar el libro y mañana nos vemos". Aparte de agradecerle, de agradecerle a la vida a través de ella, no se me ocurre nada mejor -por ella y para ella- que recordar que las obras más bellas se escriben no solo con palabras. Pues esta noche, tan tierna y tan noble, es ella la estrella. La más bella. La única.



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