Justo cuando debo empezar la lectura de "Procesos y visitas de idolatrías. Cajatambo, siglo XVII" el estudio antropológico y etnográfico dedicado por Pierre Duviols para revelar el pensamiento y sentimiento de mis paisanos de hace cuatro siglos, justo, digo, aparece (mejor dicho: doy con ella en el vasto e impalpable universo virtual de cada día) el primer y más bello canto coral de aquel siglo, "Hanacpachap cussicuinin" ("Alegría en el cielo") compuesto totalmente en quechua.
Dioses y hombres abatidos, con la llegada de los españoles surgió un mundo nuevo. Un mundo distante y distinto, tanto para forasteros y aborígenes. Un mundo en donde la cara y la mascara habrían de formar un solo rostro. En fin, un mundo que nos mira y en el que procuramos vernos. Por los siglos de los siglos.
Sin embargo, hubo un espacio más allá del bien y del mal, en donde los vencedores y los vencidos, mitigaron sus ínfulas victoriosas y sus pesares irredentos: el templo del pueblo. La Iglesia no solo trajo el más allá más acá sino también impuso una majestad y una solemnidad jamás vistas y experimentadas.
Zaheridos por las inclemencias del clima y los desprecios, descalzos pero con el alma en calma, mujeres y hombres, súbditos de un reino destronado, al escuchar en su idioma amado estos hermosos cantos religiosos -hijas e hijos del Tayta Inti vuelto Tayta Dios- habrían de sentir, antes que todo y por sobre todo, la maravillosa grandeza de lo humano cuando se hace divino.
Para corroborarlo no hacen falta más palabras. Pues -enseguida- será el lenguaje de la música el que se lo dirá.
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