Tan útil como un papiro, tan preciso como un reloj, tan personal como un pañuelo, y sobre todo, tan oportuno como un anticonceptivo, el celular apareció y se apropió de la existencia de sus agradecidos usuarios.
Celular, móvil, cell phone, cualquiera sea el nombre que lo nombre, no se trata de otra cosa que de un aparato que de pertenecer a una casa pasó a pertenecer a una persona. Un aparatito que cada vez que reduce y jibarisa su apariencia, amplia más y multiplica las opciones de su manipulación y uso.
Su irrupción comercial en la última década del siglo pasado, a pesar de su función elemental de transmisor de audio, devino de inmediato en símbolo categórico de solvencia y distinción. Pues portarlo, suponía tener algo tan necesario como un lapicero y a la vez tan lujoso como un reloj bañado en oro. En suma, la exclusividad más exclusiva.
Más que su uso practico, su inserción social resultó tan compleja y controvertida que hasta Umberto Eco (el sabio semiólogo autor de "En el nombre de la rosa") se ocupó de ella para objetar, no su uso, sino su promiscua exhibición. Semejante a una erección, sugería Eco, aunque fuera natural no lo era lucirlo.
El tiempo ha pasado y aun cuando el celular conserva su función primordial es a la vez, en versión elemental claro está, muchas cosas más: radio, grabadora, cámara fotográfica, filmadora y hasta computadora. Sin embargo, al igual que las sentinas, desde su aparición es imposible no asistir al lúgubre espectáculo de su uso libérrimo: la defecación coloquial pública y masiva.
Pero al margen de elucubraciones, por mi parte, debo confesar que mi relación con los celulares ha sido no menos garrafal que mi prontuario sentimental: las tuve casi todas y a todas las perdí. Sucede que, cuando menos, será una docena las numeraciones que tuve asignadas a mi nombre y los aparatos que compré (en tiempos en que los vendedores llegaban hasta el comprador).
Igual que en el amor, en mi caso, nunca olvidaré la primera vez que experimenté el gozo de tenerlo y lucirlo. La vez que, cual pistolero del habla, ingresé con la funda al cinto portando mi primer celular a la biblioteca del Congreso. Era el verano de 1996 y me correspondió ser - por motivos que, salvo el celular, no elegí - el primer asesor en contar con aquel artilugio que portaban los parlamentarios con unánime predilección.
Aunque intermitente y accidentada, su presencia, al igual que las warmis, aun gravita en mi vida. La que me acompaña en este momento, tiene la cubierta guinda y una pequeña pantallita. Se trata de la ventana por la que me asomo al mundo. El mundo que vislumbro a través de la palabras. Pues, además de dar curso a mis cotidianas secreciones verbales, contiene también poemas de Kavafis que me devuelven mi propia voz trasmutada por la magia no de los fabricantes sino del poeta.
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