miércoles, 26 de marzo de 2014

EL ENCANTO DE CONTAR

(1929-1994)
La historia que más recuerdo, no por prestar oído sino por haber leído, narra y describe el cotidiano peregrinaje de dos hermanos que salen al amanecer a remover las sombrías evacuaciones de una ciudad indiferente. Implacables amaneceres que tienen solo un propósito: alimentar a Pascual, el chancho que la avaricia del abuelo de los muchachos ha convertido en un ser aun más estimable que sus propios nietos. Aunque solo se tratara del reposo ordenado y silencioso de una palabra tras otra, era extraño y a la vez triste, misterioso y y a la vez conmovedor que aquel mundo existiera sin existir. Fuera real no a pesar de ser imaginario, sino gracia a serlo. 
De aquella casi infantil y personal evocación de la lectura de Los gallinazos sin plumas de Julio Ramón Ribeyro, a la visión puntual de una multitud que años después -una noche de 1984- irrumpió incontenible para escucharlo (hasta desde las alfombras) era evidente que una legión, visible y ferviente, quería y seguía al escritor. Por eso mismo, muy a pesar suyo, aquella noche, tal se tratase de un visible personaje extraído de sus relatos, JRR tuvo que resignarse a abandonar la sala protegido del generoso (y amenazador) asedio de sus eufóricos lectores. 
Por mi parte, contagiado por aquél unánime fervor, no tuve miramientos en acometer la hazaña de alcanzar a la comitiva justo en la puerta del ascensor. Al comparecer frente a él, temerario peregrino recién llegado del mundo (en realidad de Huacho), Julio Ramón me miró perplejo y abrumado. Parecía a punto de maldecir pero se limitó a coger un fino lapicero que le alcanzaba uno de los funcionarios del banco organizador de la conferencia que acababa de dar. Enseguida, en un instante, se cerró la puerta del ascensor con el escritor y su comitiva, mientras yo me quedé con el libro abierto con su firma impresa de puño y letra.
Para el muchacho que fui entonces aquel ejemplar de Prosas apátridas se convirtió en una joya hermosa y discreta que, por si fuera poco, tuvo el encanto adicional de regalarme el brillo cómplice de un par de hermosos ojos verdes que, de algún modo, me dejaron inmaduro por siempre. Con todo, un día regalé el libro y me quedé con el recuerdo de los ojos que jamás olvidaré.
Con el paso del tiempo, cierto día, cuando el escritor había vuelto al Perú, aunque no para habitar una casa de abobe en el desierto litoral (como anunciara en alguna ocasión) sino un cómodo departamento en Barranco con una vistosa terraza frente al mar y a su queridos acantilados, una estudiante de abogacía me pidió que escriba algo, pues la promoción a la que pertenecía llevaría el nombre del escritor. Aun así, no escribí nada. Por su parte, aun cuando agradeció el gesto, tampoco el escritor -que también fuera estudiante de abogacía- aceptó concurrir al Colegio de Abogados de Lima. Sin embargo, era imposible negar que no estuviera allí, en aquella ceremonia de inminentes juristas que en grandes letras consagraban la magnitud de su nombre y de su gloria.
Cuando murió -a poco de obtener el premio hispanoamericano más importante: el Juan Rulfo de México- su ausencia definitiva trascendió los ámbitos habituales para abarcar confines insospechados. Homenajes en el Congreso y otras instituciones, especiales sobre su vida y su obra, entrevista a sus amigos, no se hicieron esperar. Resulta revelador lo que por aquel tiempo decía mortificado un muchacho (de entonces) que lo trató y fue autor de un libro de entrevistas y relatos primigenios, recuperados de revistas y periódicos que el tiempo se llevó: "Nadie se acerca a mí -se quejaba- sino para pedirme que hable sobre Reibeyro".
El día de sus funerales, compartiendo mis tristeza con la futura abogada, llegamos tarde al velatorio. "Ha habido bastante gente. El señor Ribeyro era muy querido", nos dijo una atenta vendedora de golosinas. Al verla y escucharla me parecía estar viendo y oyendo a uno de sus personajes. Naturalmente no le dije nada, solo agradecí conmovido sus palabras. Fue entonces que con más ganas que nunca decidimos ir en busca de la última morada del escritor. No nos equivocamos, pues cuando llegamos al cementerio Jardines de la Paz de la Molina, encontramos algo superior a lo que pudimos esperar: la toldera permanecía aun, amparando con su sombra, la tierra fresca cubierta de flores.
Bajo esa sombra solitaria, aspirando el aire memorioso de la tarde, rememoré sus palabras finales. En particular, puesto que al hallarse hospitalizado quedó privado de concurrir, aquellas dirigidas al jurado que lo distinguió: "Cada cuento que he escrito ha sido fruto de un accidente espiritual, ideas o experiencias que me divirtieron, me sobrecogieron y me marcaron (...) Al escribirlas, en la pobreza o en la bonanza, en mi país o fuera de él, en unas cuantas horas o en años de correcciones, sólo he que querido que ellos enseñen o conmuevan. Y he querido también proporcionarme un placer a mi mismo, pues escribir, después de todo, no es otra cosa que inventar un autor a la medida de nuestro gusto".
En la Feria del Libro de Guadalajara de1994, al recibir el premio a nombre de su padre, Julio Ramón  Ribeyro Cordero, su hijo único y tocayo, al evocar su infancia, lo recordó así: "De esos años me ha quedado la ilusión de que mi padre escribía para entretenerme, o en todo caso, para divertirse con sus amigos delante de un buen vino. Durante mucho tiempo tuve la ingenua creencia que esos relatos no se leían fuera de nuestro hogar".
Y así pasaron las horas (como luego los años), pero aun me acompaña el fulgor de aquel atardecer, mustio y feliz. 

Audio de la conferencia:


    

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