Cierto
día del verano de 1979, en mis últimas vacaciones escolares, a los 16 años, en
una de las cinco librerías que entonces había en Huacho, comparecí ante un
título que me deslumbró: “La formación de los intelectuales” de Antonio Gramsci
(el, por lisiado y autodidacta, Mariátegui italiano). Aunque leí y releí, esperanzado
de entenderlo y develar el secreto, por lo menos cinco veces el ensayo; en
concreto, ni su estilo ni su contenido marcaron mi memoria.
Pese
a aquel candoroso fiasco, seguí leyendo y frecuentando las librerías de la
ciudad. En particular, dos de ellas, por la sencilla razón de haberme granjeado
el aprecio de sus dueños. Una de ellas, ubicada en la avenida 28 de Julio,
regentada por una amable y gorda señora alemana que me procuró libros de
historia, lingüística y literatura que (en ocasiones) pagaba después de
llevarlos. La otra librería, ubicada en la avenida Grau, lo conducía un gordo
bonachón vinculado a los grupos de izquierda, razón por la cual además de
Gramsci y otros autores afines, puso en mis manos los cuatro tomos de “El Don
apacible” de Mijail Sholojov, que devoré en diez exactos días de feliz
enclaustramiento.
El
tiempo ha pasado (y de manera tan evidente que donde vendía libros la matriarca
teutona venden licores y donde encontré a Gramsci se oferta chucherías y
perfumes) y por más que Huacho en el 2014 tenga mayor población, solo existen tres lugares de venta de libros
(en su mayoría piratas) que mal pueden llamarse del todo librerías; toda vez
que sus consumidores no son lectores sino –en su mayoría- escolares o
universitarios coactados por obligaciones curriculares. Por eso, aquellos
depósitos no exponen títulos sino los apilan y sus clientes no buscan revisar
estantes sino solo preguntan. Si hay lo
que piden, compran y se van. Si no, se van sola mente.
Con
más de 160 mil habitantes, contra el tiempo y el aumento, no deja de ser
significativo y revelador que en Huacho, exista solo un digno lugar para
alimentar el espíritu y que ni siquiera en el reluciente y sofisticado mall junto al mar (donde antes se
fabricaban jabones y aceites a granel) sea posible adquirir un solo libro o una
sola revista. Todo para la panza y nada para el cerebro, pareciera ser la
consigna del lucro, solar y relumbrante, del centro comercial.
Sin
embargo, existen señales alentadoras. Lo prueba que en la única librería que
todavía merece llamarse así, un día apareció una elegante y magnifica edición
de clásicos hispanos. Entusiasmado decidí comprarlos, pero a los pocos días con
frustración debí resignarme a no verlos. De igual modo, cuando otro día ví una
colección de biografías planeé mi solitario festín, pero al igual que la vez
precedente, tuve que consolarme con un único ejemplar sobre la metódica y
longeva existencia de la reina Victoria de Inglaterra.
Por
eso mismo, puesto que cada vez que me acuerdo me cuesta aceptar que pudiendo
serlo no fui poseedor de las obras
completas de Juan Rulfo, expuestas alguna vez en la segunda cuadra de la
avenida Echenique, no encontré mejor remedio para expiar mi furia y mi pena que
preguntarle al dueño de la librería –un afable muchacho que un día migró a
Huacho y tuvo la grata audacia de no temerle a tan veleidoso negocio- a quién
debía tal privación: “Todo esos libros que usted quería –me dice sonriendo- se los llevó un señor que
es presidente de la Corte Superior de Justicia de Huaura”.
Que
no fuera un maestro de escuela o un profesor de la universidad, es verdad que
me sorprendió, pero sobre todo, que fuera un abogado me alegró más todavía,
pues, una vez más, confirmó que –tal como lo creí siempre- las facultades de derecho
albergan, a despecho de su abundancia, no
solo leguleyos sino también las más altas y genuinas vocaciones culturales y
humanistas. Pues, demás está decir, que un juez que tiene pasión por la lectura
no solo escribirá mejor sino que –como creía Cesare Pavesse- estará siempre más próximo de su prójimo.
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