miércoles, 3 de septiembre de 2014

YACHAY WAYTA / FLOR DEL SABER



Cierto día del verano de 1979, en mis últimas vacaciones escolares, a los 16 años, en una de las cinco librerías que entonces había en Huacho, comparecí ante un título que me deslumbró: “La formación de los intelectuales” de Antonio Gramsci (el, por lisiado y autodidacta, Mariátegui italiano). Aunque leí y releí, esperanzado de entenderlo y develar el secreto, por lo menos cinco veces el ensayo; en concreto, ni su estilo ni su contenido marcaron mi memoria.
Pese a aquel candoroso fiasco, seguí leyendo y frecuentando las librerías de la ciudad. En particular, dos de ellas, por la sencilla razón de haberme granjeado el aprecio de sus dueños. Una de ellas, ubicada en la avenida 28 de Julio, regentada por una amable y gorda señora alemana que me procuró libros de historia, lingüística y literatura que (en ocasiones) pagaba después de llevarlos. La otra librería, ubicada en la avenida Grau, lo conducía un gordo bonachón vinculado a los grupos de izquierda, razón por la cual además de Gramsci y otros autores afines, puso en mis manos los cuatro tomos de “El Don apacible” de Mijail Sholojov, que devoré en diez exactos días de feliz enclaustramiento.
El tiempo ha pasado (y de manera tan evidente que donde vendía libros la matriarca teutona venden licores y donde encontré a Gramsci se oferta chucherías y perfumes) y por más que Huacho en el 2014 tenga mayor población,  solo existen tres lugares de venta de libros (en su mayoría piratas) que mal pueden llamarse del todo librerías; toda vez que sus consumidores no son lectores sino –en su mayoría- escolares o universitarios coactados por obligaciones curriculares. Por eso, aquellos depósitos no exponen títulos sino los apilan y sus clientes no buscan revisar estantes sino solo  preguntan. Si hay lo que piden, compran y se van. Si no, se van sola mente.
Con más de 160 mil habitantes, contra el tiempo y el aumento, no deja de ser significativo y revelador que en Huacho, exista solo un digno lugar para alimentar el espíritu y que ni siquiera en el reluciente y sofisticado mall junto al mar (donde antes se fabricaban jabones y aceites a granel) sea posible adquirir un solo libro o una sola revista. Todo para la panza y nada para el cerebro, pareciera ser la consigna del lucro, solar y relumbrante, del centro comercial.
Sin embargo, existen señales alentadoras. Lo prueba que en la única librería que todavía merece llamarse así, un día apareció una elegante y magnifica edición de clásicos hispanos. Entusiasmado decidí comprarlos, pero a los pocos días con frustración debí resignarme a no verlos. De igual modo, cuando otro día ví una colección de biografías planeé mi solitario festín, pero al igual que la vez precedente, tuve que consolarme con un único ejemplar sobre la metódica y longeva existencia de la reina Victoria de Inglaterra.
Por eso mismo, puesto que cada vez que me acuerdo me cuesta aceptar que pudiendo serlo  no fui poseedor de las obras completas de Juan Rulfo, expuestas alguna vez en la segunda cuadra de la avenida Echenique, no encontré mejor remedio para expiar mi furia y mi pena que preguntarle al dueño de la librería –un afable muchacho que un día migró a Huacho y tuvo la grata audacia de no temerle a tan veleidoso negocio- a quién debía tal privación: “Todo esos libros que usted quería  –me dice sonriendo- se los llevó un señor que es presidente de la Corte Superior de Justicia de Huaura”. 
Que no fuera un maestro de escuela o un profesor de la universidad, es verdad que me sorprendió, pero sobre todo, que fuera un abogado me alegró más todavía, pues, una vez más, confirmó que –tal como lo creí siempre- las facultades de derecho  albergan, a despecho de su abundancia, no solo leguleyos sino también las más altas y genuinas vocaciones culturales y humanistas. Pues, demás está decir, que un juez que tiene pasión por la lectura no solo escribirá mejor sino que –como creía Cesare Pavesse- estará siempre  más próximo de su prójimo.

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