Refinado y glotón, vasto y desmesurado. La abundancia fue, que duda cabe, la característica dominante de la obra y la vida del autor de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” (imbatible betseller poético, que Borges consideró siempre una obra menor).
Por su parte, Matilde Urrutia, última esposa del poeta, narra en su libro de memorias un episodio tierno y conmovedor de su relación con quien -con no poco acierto- alguien descubrió, y describió, un día semejante a un insaciable y voraz obispo renacentista.
Ocurre
que en las páginas de “Mi vida junto a Pablo Neruda” cuenta
Matilde que caminando por las calles de una ciudad europea (que no
podría ser otra que Paris) su marido experimentó un súbito shock
emotivo. Sucedió que en un mercado de libros y artesanías de pronto
Neruda miro un juguete que lo condujo a su remota y modesta infancia
en Temuco, en el sur de Chile. Conmovido le contó a Matilde que un
día en la cerca de su casa apareció aquella ovejita y se convirtió
en su regalo más inolvidable.
Enseguida,
Pablo Neruda, el poeta, el diplomático, el Premio Nobel, dejó de
ser todo eso para ser solo un hombre hecho niño que imploraba sin cesar a
su perpleja y enternecida mujer: “¡Cómpremela! ¡Cómpremela, por
favor!”. Nunca Matilde (que jamás parió), de seguro, se sintió más madre
que aquel día.
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