domingo, 28 de junio de 2009

EL ÚLTIMO VALS


“Unidos no por el amor sino por el espanto,/será por eso que la quiero tanto” escribió Borges sobre Buenos Aires. Lo mismo se podría decir de Alberto Andrade respecto de Lima. Pues no solo supo representarlo al ser elegido dos veces consecutivas su alcalde sino porque más que ninguno llevó en el alma el alma de Lima.
Catapultado con la más alta votación (95 por ciento) que candidato alguno ha logrado en el Perú al ser reelecto alcalde de Miraflores en 1992 su trayectoria política se inicia una década antes con su discreta ascensión a regidor de uno de los más exclusivos distritos del país. Sin embargo, su infancia y juventud transcurrió en el Centro Histórico. Más precisamente: la plaza que prolongó el patio de su casa fue la Plaza Italia (que fuera uno de los cuatro escenarios de la Proclama de la Independencia). Así se explica porque el destino natural de su exitosa gestión en Miraflores lo condujo a asumir el desafío de ser alcalde de una Lima cuyo rasgo más característico era haber llegado al extremo de convertirse en una urbe caótica, ocupada y poblada por mercaderes callejeros. Una ciudad al revés donde los reales ambulantes eran no los vendedores sino los maltratados caminantes.
En ese contexto de mugre, confusión y resignación la elección de Andrade fue la luz en la oscuridad que hizo posible lo que, hasta entonces, se creía imposible: que las calles sirvan para caminar y no para esquivar. Pero asimismo, su presencia al frente de la ciudad más poblada e importante del Perú fue el contrapeso indispensable y contundente que permitió responder al poder desde el poder en una época de creciente dogmatismo populista y autoritario. Pues no hay que olvidar que el mismo pueblo que sucumbió a la tentación totalitaria de entronizar una vulgar dictadura a partir del 1992 es el mismo pueblo que respaldo la presencia e insurgencia de Somos Lima hasta llegar a ser Somos Perú en pleno auge de la mafia gobernante.
Fue así como un día de pronto se abrieron las atestadas calles de Lima (del mismo modo que, más tarde, se abrieron las puertas de las cárceles para albergar a los destronados ladrones y calumniadores). El caso más emblemático fue sin duda el desalojo de los vitalicios ocupantes de las calles adyacentes al Mercado Central. Pues, contra lo previsto, en lugar de un soso y vanidoso pituco miraflorino la alcaldía de Lima encarnó en la presencia de un gordo risueño y corajudo que tuvo no solo la gracia de cantarle a su ciudad entrañable sino asimismo de arengar un día un par de palabras cuyo eco habrá de ser, igual que su obra, perdurable: “¡Adelante, carajo!”. Y de hecho Lima salió adelante. Se liberaron las calles, se remozaron plazas y parques y, sobre todo, hubo un alcalde que demostró que ser limeño no era una especie en extinción y que por nada al ser elegido fuera comparado con Nicolás de Ribera, El Viejo, primer alcalde de Lima. A la postre la coincidencia fue doble, en la apariencia y en la acción.
El recuerdo de cierto día me conduce a cierta esquina de los Héroes Navales en que de improviso veo detenerse un reluciente rodado del que emerge un hombre corpulento y notoriamente calvo. Al verlo descender lo reconocí de inmediato. Más aun: intercambiamos un breve y cordial saludo. Pero en verdad -hoy lo sé- se trató de una despedida.

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