Pero esta no es la historia de todos los peruanos. Pues si bien el transcurso de cinco siglos las urbes litorales se han andinizado y las ciudades andinas se han modernizado la presencia de la mayoría de peruanos en el 40% del territorio nacional, que comprende la costa y la sierra, no resuelve los cruciales dilemas y responsabilidades que plantea el siglo XXI respecto al otro 60% del territorio en el que se concentran no solo ingentes recursos naturales sino, sobre todo, 3 de los 28 millones de peruanos de esta primera centuria. Tres millones de los cuales unos 500 mil son descendientes directos de los primeros descubridores de América.
En consecuencia, aun cuando las distancias entre el campo y la ciudad y entre las regiones se han acortado es innegable que el Perú es un mundo dividido. Un mundo por descubrir si aspiramos constituir una autentica democracia. En tal sentido, resulta pertinente recordar lo que sostuvo un hombre que fue muchos hombres a la vez (jurista, historiador, diplomático y, ante todo, educador) Raúl Porras Barrenechea: a pesar de no pocas vicisitudes y reveses la conquista de la amazonia es obra de la República. Un logro que no ha dejado de ser un problema (que se traduce en la pérdida de un tercio del territorio peruano en el siglo XIX) pero a la vez una posibilidad de complejas y dramáticas perspectivas. Complejas por que antes que un espacio de promisorias ventajas económicas constituye el último reducto de un universo humano primigenio cuya existencia impone la urgencia inexorable de negociar una convivencia basada no en la pertenencia a una solemne y artificial jurisdicción geopolítica sino en el respeto de remotas diferencias en las que no cuentan la cantidad sobre la antigüedad ni la originalidad. No percatarse de esa premisa elemental es ser cómplice de los crímenes, cometidos y por cometer, no solo contra las poblaciones primigenias sino contra la verdad.
Pues no hacerlo, por desgracia, conduce al trágico enfrentamiento que a partir de los días 5 y 6 de junio del 2009 a llevado al inesperado recuento de policías muertos y un número aun indeterminado de integrantes de los pueblos wajún y wampis abatidos en una curva fatídica de la carretera Fernando Belaunde en Bagua víctimas del cumplimiento de una orden unos y de un sagrado mandato ancestral los otros. La magnitud y la complejidad del conflicto se acrecientan cuando la principal víctima termina siendo la verdad. Cuando nosotros, ciudadanos de un país cuya Constitución reconoce su esencia multiétnica y pluricultural, acatamos el falaz derecho de un gobierno que no acepta otros mandatos diferentes y anteriores al suyo. Cuando confina a la caridad y a la curiosidad antropológica a alrededor de 1500 comunidades nativas que comparten idiomas y creencias religiosas no hispanas ni cristianas y poseen oficialmente el 13% de las 35 millones de hectáreas del espacio agropecuario nacional. Olvidando que aunque el área amazónica nacional abraca 63 millones de hectáreas es obvio que es esa la genuina heredad y verdadero espacio vital de los pueblos originarios. Razón, además, por la que han aceptado la presencia del estado peruano: antes que como un sometimiento a su autoridad como una alianza de beneficios recíprocos. Todo lo cual concluye con los lamentables desafueros de los héroes de ayer convertidos en los villanos de hoy.
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