viernes, 5 de junio de 2009

HISTORIAS DE CAMINOS



















En 1984, con ocasión de las fiestas patronales, al cumplir los veintidós años, decidí volver a Cajatambo. Pero -a diferencia de cientos de mis paisanos- en lugar de comprar un pasaje o acondicionar el rodado familiar decidí alistar mi caballo. Durante dos días (entre doce y ocho horas) cabalgué hasta llegar. Al atardecer, poseído de una emoción tan intensa -solo comparable al melancólico furor del sol cuando se va- me detuve a contemplar los oscuros techos de calamina y las estrechas callecitas del pueblo donde nací. Entonces comprendí que mi viaje más que un regreso era un homenaje al pasado. Un reencuentro con mis antepasados al mismo tiempo que un inolvidable privilegio de la vista en la vasta desolación de las alturas. (Pues siempre me acompaño la certeza de que aquel solitario peregrinaje que emprendí desde Ambar hasta Cajatambo era más que la reiteración de la ruta de extintos viajeros).
Veintidós años después, en el 2008, he vuelto a recorrer aquel viejo camino de piedras legendarias y mi primera impresión ha sido de sorpresa y gratitud. Sorpresa por encontrar intacto el sendero guardado en mi memoria y gratitud por haber sido el muchacho a quien debo este recuerdo. Pues aun con veinte kilos más (y demás) al cruzar las lagunas de Jurorcocha y en especial al ascender a la cima de Huamáncalle (que quiere decir: Morada de los Cóndores) y coronar la más hermosa vista del horizonte de montañas que forman la Cordillera Huayhuash era evidente que había alcanzado la altura más elevada del camino y al mismo tiempo de mi nostalgia.
Sin embargo, aun cuando en ningún momento me propuse no regresar tampoco consideré necesario hacerlo. En todo caso me pareció suficiente recompensa saber que aquel secreto y memorable viaje sería siempre uno de los aciertos más preciados de mi remota juventud. Pese a todo, me indujo el deber a volver. El deber de compartir lo que un día mire y admire. De manera que cuando Oyvind Wesseltoft (un noruego que acostumbra con orgullo aclarar: “No soy gringo. Yo soy vikingo”) me comunicó su decisión de inaugurar una nueva ruta para Coexamazón, la empresa de turismo vivencial que junto con Laura, su esposa, dirige, que uniría Caral con Kotosh; es decir, dos regiones (Lima y Huanuco) y cuatro provincias (Barranca, Cajatambo, Lauricocha y Huanuco) a través de apartadas trochas carrozables y olvidados caminos de herradura, tuve la certidumbre absoluta de saber, al fin, que no era solo un audaz aventurero nórdico quien me llamaba sino el destino.
Una certidumbre que a la luz de las estrellas -cuando todavía las estrellas iluminaban el pueblo donde nací- la misma noche de mi llegada, enfundado en un poncho negro, me fue hermosamente revelada en la calles de Cajatambo al ritmo de las guitarras y las mandolinas: ”Que culpa tengo yo/ de ser cholo cajatambino./Todos dirán ya se fue;/ nadie me recordara/ pero yo he de volver/ a mi santa tierra”. Habituados a entonarla todos en el grupo, amigos y familiares, bailaban y cantaban esa repetida canción; solo yo, en la discreción de la noche, era el único que bailaba y a la vez lloraba, en silencio, a la luz de las estrellas.

1 comentario:

Emilia Gonzalez dijo...

Que buena historia, recordar nuestra tierra y volver a ella. Estemos donde estemos recordamos con orgullo de ser Cholo(a) Cajatambina. Me ha gusta mucho tu historia. Saludos. Emilia