viernes, 18 de septiembre de 2009

LOS AÑOS SANGRIENTOS










No hay peor forma de morir que desaparecer. Y peor todavía, desaparecer víctima del peligro de matar. Pues el que desaparece ni siquiera parece haber muerto. Era, pero no es. Fue, pero no existe. En consecuencia, para quien así muere, no hay sepulcro más ingrato. Ni mayor victoria, para quienes se resignan a la ausencia pero jamás al olvido, que dar sepultura a quien no se olvida. Por eso, la mañana del 29 de agosto del 2009, ni la belleza del cielo azul ni la radiante limpidez del fulgor que hacia reverberar la blancura de los 92 menudos ataúdes conteniendo los restos rescatados de las infames fauces del oprobio; y, ni siquiera el tiempo transcurrido -25 años- pudo ocultar el drama presente que habla por si solo de la magnitud de la tragedia que ensangrentó al Perú durante las dos últimas décadas del siglo XX.
Al ver aquellas imágenes se confunde lo vivido con lo aprendido. Los recuerdos con los archivos. Entonces es cuando vuelve a mi memoria la imagen del policía que trepa a un poste para descolgar la lúgubre presencia de un perro muerto suspendido con un letrero de extraña pronunciación: Teng Shiao Ping. Lo veo en mi recuerdo y lo vuelvo a ver en una edición de Caretas. Pero, en esta ocasión, hay algo más que llama mi atención: un afiche de la academia César Vallejo adherida a la pared. (La misma academia que permitió a Sendero Luminoso tener ingresos mensuales por 35 mil dólares y a la vez captar a los mejores alumnos).
También vuelve a mi memoria el entusiasmo con que el 18 de mayo de 1980 se reinstalo la esquiva democracia en el Perú. Ese día, en que los medios destacaron la segunda elección de Fernando Belaunde, sin sospechar siquiera que ese mismo día nacía el terror, que comenzó incinerando ánforas el día anterior, y terminó asesinando a más de la mitad de las 69 mil víctimas de los años sangrientos. Pues aquel día, en medio de la celebración nacional, solo los desconcertados pobladores del remoto distrito ayacuchano de Chuschi eran los únicos preocupados. Los contentos en cambio serían los estudiantes “iluminados” con ficticias rebeliones que en las universidades simpatizaban con el senderismo sin renunciar a sus aspiraciones crematísticas. Pero aquellos, dadas las circunstancias, con esa actitud, lo único que lograron es ser detestados y hasta denostados. Los que conocí en San Marcos se hicieron dentistas y abogados; y, lo que es peor, dentistas leales a la memoria de los vencidos y muy parecidos a los vencedores. Pero, recuerdo de igual modo, a quienes escuché exaltar “la gloriosa lucha del pueblo peruano contra el estado caduco y burgués”. De igual modo, tengo aun más presente la fugaz visita que hice al penal de mujeres de Santa Bárbara en el verano de 1982; donde, junto con el orden y la cordialidad de las prisioneras, me impresionó constatar que las mismas manos afables y hacendosas que me recibieron eran las engañosas manos del horror.
A pesar del cotidiano recuento de muertes, la muerte no parecía tan inminente en Lima hasta que en 1986 tuve ocasión de conversar con un muchacho que escribía en la revista Oiga y era, entonces, el celebrado autor de un libro titulado precisamente: “El joven Haya”. Fue así que en un -ahora inexistente- restaurante lo escuché decir: “A Rabanal lo he visto muy preocupado”. No era para menos, el sicoanalista Rabanal -integrante del Consejo por la Paz- sabía lo que ignorábamos aquella noche del 20 de junio en que, con bombos y platillos, se había dado inicio a la reunión de la Internacional Socialista con la presencia de personalidades como Wlly Brandt y una concurrencia planetaria de 600 delegados. Sucede pues que el sicoanalista estaba enterado del fin del motín promovido por los senderistas para chantajear al gobierno aprista ante los ojos del mundo. Sabía que las trincheras se habían convertido en la tumba de 266 amotinados, en su gran mayoría jóvenes provincianos. Al hacerse pública la connotación de los hechos recuerdo que Vargas Llosa fue el primero en pronunciarse para alertar que la democracia no podía construirse sobre una montaña de cadáveres. Lo que no sabíamos entonces era que aquella montaña de cadáveres era el funebre pedestal, la cuota urgente requerida para forjar la mística perversa del terror.
Al evocar aquellas circunstancias y aquel, no previsto, encuentro con Pedro Planas pienso que, en verdad, en uno de esos días inciertos y sombríos, fue un privilegio coincidir con uno de los espíritus más acuciosos, lúcidos y prolíficos de mi generación. Pues aunque nunca más lo volví a ver, seguí con atención la consagración intelectual de aquel gordito, con quien compartí algunas palabras entre tazas con chocolate y sanguches; que, a la postre, devino en autor, nada menos, de una veintena de libros apasionados y brillantes.Algunos de ellos no menos influyentes incluso que las célebres cartas que escribiera “El solitario de Sayán” para señalar el rumbo descentralista del Perú en el siglo XXI.
Alrededor de 70 mil muertos (85 por ciento de los cuales corresponden a cinco departamentos: Ayacucho, Junín, Huánuco, Huancavelica y Apurímac) cifra no solo un recuento imprescindible y, para algunas y algunos, inadmisible; si no, de igual modo, la desmesura brutal de un ensañamiento fratricida en que se mezclan por igual la ambición con el desprecio. La ambición por alcanzar el poder a sangre y fuego y el desprecio por el tradicional y anodino modo de hacerlo. Aquel trágico desencuentro se tradujo en más de cuatro mil sitios de entierros donde quedaron sepultadas las víctimas de un conflicto tramado y desencadenado por una camarilla dogmatica y totalitaria, desprovista de cualquier sentimiento “burgués” de humanitarismo, que impuso la violencia como único argumento. Tanto que, todo cuanto decían y hacían, no admitía ninguna otra alternativa que no fuera el acatamiento inobjetable o el rechazo frontal. Pues la subversión senderista comienza por el uso del idioma con la entronización de asertos categóricos y fundamentalistas que, al igual que su mentor -un mediocre profesor, megalómano, faldero y borrachín- era solo una histrionica apariencia que oculta su esencia siniestra e intolerante. Un elaborado andamiaje concebido para sepultar la sempiterna postración de los mistis provincianos, premunidos de saber pero desprovistos de poder. Una estructura mental que, a la postre, convirtió al rencor en una fría maquinaria que hizo objetos de los sujetos, “masas” de los campesinos y “enemigos de clase” de sus oponentes. Así el desprecio a la vía electoral para acatar la voluntad popular se tradujo en una práctica criminal. Y fue de ese modo, por desprecio "a la farsa electoral" como tres de cada cuatro campesinos, quechua hablantes y analfabetos, se fueron a la tumba; que, a decir verdad, es una exageración, pues solo fosas hubieron para ellos. La brutal paradoja es que murieron tantos que, de puño y letra, el inspirador de la matanza tiene la grandísima concha de escribir que en el Perú no hubo terrorismo sino guerra popular.
Por desgracia, hacer frente al ataque inmisericorde, taimado y alevoso del terrorismo el comportamiento de las FFAA, al amparo de prerrogativas que lindaban con la impunidad, fue no pocas veces no menos funesto que el terror combatido. Pues supuso la perpetración de actos al margen de su prestigio y de su deber de hacer uso las armas confiadas por la nación para defenderla. Y entre tantas otras, esa y no otra es la historia de los comuneros de Putis que luego de ser atacados por Sendero se vieron obligados a huir hacia los cerros para luego volver, convencidos por los militares, para terminar acribillados la mañana del 13 de diciembre de 1984 en la mayor matanza de los años sangrientos; cometida por quienes precisamente ofrecieron protegerlos. Se trata, no lo olvidemos, del exterminio no solo de personas si no de familias completas que terminaron sepultados en las mismas fosas que fueron compelidos a cavar. Pero a la impunidad del crímen vino a sumarse la amenaza indolente del olvido. Por eso, durante un cuarto de siglo permanecieron sepultados por la tierra y la indiferencia, hasta que la lucha de sus familiares y los escasos sobrevivientes, logró imponerse. Y por eso mismo, por que no puede existir paz sin verdad, ni reconciliación sin memoria, ni integración sin excepcion, resulta ineludible recordar que en esta guerra -en el que son escasos los héroes y muchos los villanos- existieron ejecuciones extrajudiciales, torturas, masacres y violaciones sexuales que incriminan tanto a quienes las perpetraron de igual manera que a quienes no hicieron más que ignorar un horror que suponian lejano para vivir en paz. Es decir, que es tan criminal el que asesina como la sociedad que olvida a sus muertos. Por eso, por que no hay concesión más despreciable y más espantosa que olvidar ni más cobarde que ignorar, no permitamos no decir que es tan culpable el que mata como que el que calla.

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