lunes, 5 de abril de 2010

EL FULGOR DE LAS SOMBRAS

Tingo Maria y su Bella Durmiente

Para quienes nacimos en los llanos litorales o entre las cordilleras, ser testigos de la súbita transformación de cerros rocosos y lampiños en tupidas y cálidas marañas, bajo un cielo impredecible tachonado de blancas nubes es, literalmente, acceder a otro mundo; o, al menos, a un ámbito inolvidable del mundo en que nos ha tocado vivir. En poco más de dos horas, partiendo desde Huánuco, es esa la sensación que produce llegar a Tingo María, la cálida y cautivante capital de la provincia de Leoncio Prado.
Tingo María es una pequeña ciudad amazónica que un breve andar basta para abarcar sus confines de un extremo a otro; no obstante -a pesar del bochorno que obliga a transportarse bajo la sombra- el encuentro más impresionante no proviene de recorrer sus calles si no de la visión de sus verdes colinas. Ocurre pues, por si fuera poca sorpresa, que la mujer más hermosa que pueda haber creado la naturaleza, reposa en Tingo María. Por eso se le llama simplemente Bella Durmiente y su tierno perfil domina el horizonte desde cualquiera de sus calles. Verla constituye, que duda cabe, un privilegio de la vista.
Sin embargo, Tingo María guarda encantos que provocan no solo mirar a la distancia sino internarse en su busca. Se trata, entre otros más de sus encantos(que forman parte de las 18 mil hectáreas del parque nacional creado en 1965), de un par de inmensas grutas conocidas como la Cueva de las Lechuzas y la Cueva de las Pavas, respectivamente. Para llegar a la primera de ellas -que motiva el recuerdo que recoge esta crónica- basta apenas un cuarto de hora para cruzar el puente que atraviesa el río Monzón. Pero, en especial, creo, hace falta estar enamorado. Al otro lado del río, entre los árboles, aguardan los guías. Provistos de grandes y aparatosas de linternas a pilas (que contrastan, por lo general, con la soporífera reverberación del día) ofrecen sus didácticos y luminosos servicios para ascender y recorrer la gruta. Aunque, al principio, sus presencias puedan parecer excéntricas y hasta cierto punto impertinentes, conforme la luz solar cede paso al imperio de las sombras, se entiende que cada árbol no es cualquier árbol o que unas, en apariencia, inofensivas hojas -que semejan lechugas gigantes- son nada menos que amenazadoras ortigas que infligen ardores agobiantes a quienes por descuido las tocan con la mano (u otra desafortunada porción del cuerpo).
Un macizo puente de madera, una insólita laguna de inmóviles aguas verdes, pero sobre todo, la impasible quietud de un grupo de mujeres extrañamente aborígenes que ofertan adornos para uso de los visitantes o de sus moradas, preceden la ascensión de los escalones diagonales que conducen al ingreso de la gruta (situado a una altura de un edificio de diez pisos).

Cueva de las Lechuzas

Dividida (seguramente con el propósito de crear un clima familiar ante la sombría inminencia de sus ignotas profundidades) en salas, la cueva es presentada por los guías como un recinto vasto y acogedor, poblado por las más desconcertantes presencias -reales e imaginarias- que solo el tiempo y el azar han podido modelar. Un perfecto nacimiento navideño, un exageradamente minucioso sapo gigante a punto de de dar un salto (que solo la imaginación hace posible) y hasta el personaje de más de una película de ciencia ficción (cómo si todas no lo fueran) dan la bienvenida a los curiosos y trémulos peregrinos (que abandonan sus comarcas solares). Al ingresar a la segunda sala la luz se enrarece y la sorpresa se acrecienta, mientras otras presencias dotadas de igual apabullante rigor nos reciben y nos -literalmente- asombran.

Zulma Correa (1997)

Monarcas absolutos de la oscuridad (en donde las poderosas linternas alcanzan apenas para aplacar los aterrados pasos peregrinos: jamás olvidaré el apremio de mi amada urgiéndome a salir a gritos para luego, poseída por una súbita templanza solar, terminar enternecida de cuclillas junto a la jaula de un pequeño habitante del parque) la tercera sala esta poblada precisamente de las aves a las debe su nombre la cueva. Un intenso olor irritante, entre aleteos y ensordecedores chillidos de guacharos, pericos, y loros, además de lechuzas, desafían no solo la respiración si no la firmeza del suelo (convertido en un blando colchón de mierda seca); entonces, solo entonces, pasmados en medio de la oscuridad más oscura y la soledad más solitaria, el pavor de hollar el útero silvestre de la pachamama, lo ha de confrontar -aun cuando solo se trate de breves y perdurables minutos- con aquella dimensión del tiempo que pareciera no existir en estos tiempos al contemplar extasiado la Bella durmiente a lo lejos. Pero no se aterrorice, justo cuando se halle al borde de la desesperación, la voz de buen guía y la luz de su linterna mágica lo devolverán a la luz del desierto público del que llegó.



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