Por: Héctor Meza Parra
Ese
día martes en la mañana se veía a un hombre que había venido de lejos.
Estaba sentado y con la cabeza gacha frente a una tumba. No le quitaba
la mirada para nada a aquella inscripción que surgía del suelo: “Maruja
Aza, en la gloria de Dios. Que en paz descanse. Recuerdo de tus padres”.
Parecía conversar con aquellos pétalos que el tiempo había marchitado.
Sin embargo, en la mano tenía una flor viva pero sin nombre que minutos
antes había arrancado del jardín de una de las casas por donde pasó. El
hombre que había sido encumbrado a la fama por haber escrito inmensas
páginas de la literatura peruana, aplaudido y venerado por hermosas
mujeres, entre ellas sus propias alumnas de la universidad, el que fue
condecorado con laureles en las aulas académicas, ese día estaba
derrumbado, solitario, perdido sobre un montículo de hierbas, derrotado y
sin defensas como un galeón arrimado en las costas de una isla. A sus
ochenta años sentía que se arrepentía de no haber amado, quizás por no
declarar a tiempo su amor a aquella chiquilla de ojos redondos, y fina
cabellera que solía ir a misa todos los domingos del brazo de su madre.
Él sabía que ella le esperaba para devolverle la misma mirada de amor,
pero nunca se atrevió, quizás por la inexperiencia que otorga la vida,
sobre todo cuando se tiene quince años. Así dejó pasar la oportunidad
frente a sus ojos. Ella también en vano esperó mucho tiempo, en vano
rechazó a otros amores diciendo que el suyo pronto vendría, pero lo peor
fue que nunca le confesó a nadie de sus gritos reprimidos, con
excepción del padre Sebastián, a quien confió sus penas y dolores de
niña adolescente. El tiempo marchitó sus pómulos y él mismo se encargó
de encanecer su encendida cabellera. Se consagró a querer a los demás y
vivió para no acordarse de sí misma. No tuvo hijos ni amantes. Desde
entonces vivió para sus sobrinos. Ofrendó su vida a cuidar de sus padres
mientras se sentía con fuerzas. Y allá, lejos en la capital, él
conquistaba el mundo con sus libros y con su fama de artista. En el otro
lado de ese mismo mundo, nadie preguntaba por ella, quizás porque nadie
sabía de su existencia. A Maruja, en su pueblo, los jóvenes la
consideraban altiva y soberbia porque no cedía sonrisas. Y la razón era
simple, Maruja no era soberbia sino que su corazón ya se lo había
entregado a Carlos Eduardo en una promesa a solas y sin más testigos que
un cuaderno que él le regaló. Así creció y así se curvó con los años,
sola y callada. Muy pronto, la artritis retorció sus huesos; las várices
y la ausencia de calcio la confinaron a una silla de ruedas y por
último, la depresión y la angina la llevaron a la tumba. Sé por sus
vecinos que ella jamás entregó su cuerpo a nadie ni manchó sus labios
con los labios de nadie. Su incorruptible cuerpo lo entregó a Dios. Se
negó así misma a ser feliz –decían todos cuando murió-. Siempre vivió
esperando una dulce frase que le diga al oído: “Te amo Maruja”. Pero
jamás sucedió. Ahora, Carlos Eduardo, estaba frente a ella después de
sesenta y cinco años. Vino a buscarla pero ya era demasiado tarde. Se
dio cuenta que también la amaba pero que nunca tuvo la valentía de
decírselo frente a frente, excepto ese martes, que volvió a Tarma para
mirarle a los ojos y decirle: “Te amo Marujita. Te amaré siempre mi
pequeña Sasha”. Pero Carlos que permanecía sentado sintió en los ojos
llegar una neblina húmeda que lo motivó a pensar por un momento en una
breve frase mientras se tomaba los cabellos frente a la cruz de mármol.
Con esa mirada estéril escribió el siguiente epitafio junto a la tumba
de Maruja: “A la mujer que amé y besé sin haber tocado sus labios.
Perdón por todos estos años de silencio”. Carlos Eduardo, meditó por un
momento y con una voz quebrada le dijo a Maruja: “He venido para
quedarme contigo”.
El viento empezó a zafarse de las manos de la tarde para dar paso a la inmensa luna que se agrandaba conforme llegaba la noche con pasos de doncella. Carlos permanecía sentado en esa galería oscura que daba a cualquier lugar menos a la salida. Él también ahora comprendía que la vida no era vida sino se llegaba a amar.
Hoy esas almas, que se negaron a darse la felicidad, seguramente esta tarde que a Carlos Eduardo lo hallaron muerto en su casa, no tendrá otro objetivo que buscar a su Marujita, allá lejos, después de las estrellas.
El viento empezó a zafarse de las manos de la tarde para dar paso a la inmensa luna que se agrandaba conforme llegaba la noche con pasos de doncella. Carlos permanecía sentado en esa galería oscura que daba a cualquier lugar menos a la salida. Él también ahora comprendía que la vida no era vida sino se llegaba a amar.
Hoy esas almas, que se negaron a darse la felicidad, seguramente esta tarde que a Carlos Eduardo lo hallaron muerto en su casa, no tendrá otro objetivo que buscar a su Marujita, allá lejos, después de las estrellas.
Tarma, 06 de mayo de 2011
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