sábado, 20 de octubre de 2012

ANTONIO CISNEROS


(1942-2012)

Amigo y compañero de generación de Javier Heraud, aun cuando -todavía- no existan escuelas o calles que recuerden su nombre, Antonio Cisneros es el poeta con mayor arraigo y trascendencia internacional de la mítica y legendaria generación de la década de los sesenta en el siglo XX.

Al morir Julio Cortázar en 1984, Cisneros, entonces director de El Caballo Rojo (uno de los suplementos culturales más celebres de la prensa peruana), recordó el día en que el autor de “Rayuela” apenas conocerlo lo invitó al cine para ver una película de Glauber Rocha. En mi caso, ahora que en este aciago octubre de 2012 Toño Cisneros acaba de fallecer, mi recuerdo personal no pasa de un par de preguntas formuladas en escenarios distintos y años diferentes. Sin embargo, creo que mi gratitud no es menor a la de sus alumnos de San Marcos y a la de sus numerosos amigos.

Alto y siempre elegante, más que poeta parecía actor. Y a su modo, fue eso: un actor de la poesía. Hasta en eso fue, sin pretenderlo, un maestro. Un poeta es, decía, igual a todos aunque todos no sean como él. Ni tengan porque serlo. Por pensar y vivir así cuando se inició una campaña conmiserativa para impedir que a un viejo y combativo poeta no lo lanzaran de la vivienda que habitaba Cisneros fue el único que no tuvo reparos en sostener que ser poeta no era razón para apropiarse de una casa.

Para quienes fuimos jóvenes en la década de los ochenta nunca jamás los domingos volvieron a ser los mismos después de El Caballo Rojo. Pues aquel suplemento fue, como le dijera en cierta ocasión un obrero a su director, la biblioteca del pueblo. En particular, por que era una delicia verlo y leerlo; ante todo, cuando aparecían los no muy frecuentes comentarios de Toño que a manera de editorial ocupaba mitad de la segunda página. De todos acaso el más memorable fuera el que dedicó a desentrañar el singular lenguaje, trufado de arcaísmos y pompas retoricas, del arquitecto Fernando Belaunde, entonces presidente de la república. Pues Toño era poeta aun cuando no escribía poesía. Más que por lo que decía era Toño por la forma en que lo decía. Y hasta, en ocasiones, por la forma en que vestía: polo, short, zapatillas y un maletín James Bond.

Entonces, cuando era un muchacho inquieto y curioso; aunque salvo lo de muchacho todo siga igual… fue lo que un día le oí decir o bien escribir. Ese era Toño: una forma de decir, una forma de vivir. Por eso los muchachos lo querían y lo buscaban. Ese era Toño: irreverente y único. Nada marginal ni exótico. Todo lo contrario. “Lo que natura no da, Salamanca no lo presta” repetía. Convencido de su destino de poeta destacó no solo por hacerla sino también por promoverla. “Toda la poesía, casi toda”, fue un ciclo memorable no solo por su título sino porque semana a semana durante meses hizo posible el encuentro de poetas de variadas generaciones con sus lectores, convertidos en devotos oyentes (yo fui uno de ellos). Y es que la poesía es, fue, y será siempre, antes que texto voz.

Profesor universitario en Inglaterra, Francia y en San Marcos, periodista, traductor, conferencista, promotor cultural, ejecutivo de una empresa exportadora y, finalmente, director de la institución cultural más importante del servicio diplomático peruano: el centro cultural Inca Garcialaso de la Vega, Toño Cisneros fue ante todo, y sobre todo, poeta. Pues la poesía fue en verdad la fuente de su mayor gozo y alegría. Y lo fue aun más todavía cuando no tenía empacho alguno en declarar que entre una lectura de poesía y un partido de fútbol prefería el fútbol. Por eso mismo, no sin orgullo e ironía, proclamaba que su pobre poesía lo había llevado a lugares tan insospechados a donde ni en sueños alcanzan otros ufanos viajeros que remontan remotos confines a costa de sus empresas. Ese fue Toño: un hombre risueño y generoso que le supo sacar el jugo a la vida a través de la poesía.

Otro rasgo que resulta pertinente destacar y recordar es que fue el único poeta peruano que nunca se inhibió ni se chupo ante la predominancia implacable y soberana de la poesía de César Vallejo. Le disgustaba su grandilocuencia lastimera (hiperbolizada en “Los heraldos negros”) y la solemnidad reverencial de su prosa. Por eso lo trato con gentil irreverencia y hasta le dedicó uno de sus magníficos poemas. Pero de todos, sin embargo, ninguno más emblemático que “Para hacer el amor”, el poema erótico y didáctico más explicito y preciso de la poesía peruana.

Limeño de pura cepa. Miraflorino consumado. Habitó un departamento de resonancia clásica: la calle Roma. Pero asimismo, amable y ávido ciudadano del mundo (paso medio siglo viajando) decía que le costaba dejar la ciudad y que le bastaba una semana en el campo para continuar el resto del año entre ruidos y tráfico. Dijo también que lo suyo más que poesía propiamente era crónica vuelta poesía. Historias que se hicieron poesía. Poesía que surgió de la historia. Espíritu universal: escribió en español lo que admiro en ingles. No por nada su tesis doctoral (cuya hermosa dedicatoria dice así: “A mis víctimas: A Washington, mi maestro; y como de costumbre, a mis padres”) precisamente verso sobre T. S. Eliot y Ezra Pound, los dos de los poetas más destacados de la poesía norteamericana del siglo XX. Aquel siglo que aun sigue y persigue todavía a sus cada vez más raleados sobrevivientes.



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