SEXO COMPLEMENTARIO
Mientras más conozco a las
mujeres más me asombran. Si no se produce alguna mutación en el género humano,
estos hombrecillos que entre las piernas, en lugar de nuestro colgajo, tienen
un surco, un estuche, seguirán siendo enigmáticos, caprichosos, tontos,
geniales, ridículos, en fin, para
decirlo en una palabra, maravillosos. ¿Qué me atrae de ellas? Al llegar
a los cuarenta años uno de da cuenta de que más
vale vivir en el comercio de las mujeres que de los hombres. Ellas son leales, atentas, se
admiran fácilmente, son serviciales, sacrificadas y fieles. No rivalizan con
nosotros en el terreno al menos que los hombres rivalizan: la vanidad y el
amor. Con ellas sabemos a qué atenernos, o están con nosotros o están contra
nosotros, pero nunca esas medias tintas, esos celos, esas fricciones que
tenemos con nuestros pares. Además, ellas son las únicas que nos ponen en
contacto con la vida, tomada ésta en su sentido más inmediato y también más
profundo: la compañía, la conjunción, el placer, la fecundación, la progenie.
EL SURCO Y EL ARADO
Vieja y exacta metáfora de
identificar a la mujer con la tierra, con lo que se surca, se siembra y se
cosecha. El arado y el falo se explican recíprocamente. Ellas son en realidad
el humus donde estamos asentados, de donde hemos venido, hacia donde vamos.
Hacer el amor es un retorno, un impulso atávico que nos conduce a la caverna
original, donde se bebe el agua que nos dio la vida.
DOS SOBRE UNO
Las relaciones que uno tiene con
su mujer, por hermosa que sea, llegan con el tiempo a hacerse tan rutinarias
como las que uno mantiene con su ciudad. Rutinaria en el sentido de que la
atención se afloja y uno termina por no percibir del objeto cercano más que
ciertos puntos de referencia. Así como al cabo de habitar varios años una
ciudad no vemos ya las plazas, las avenidas, los monumentos, sino cuando el
azar o la obligación nos la proponen (Ah, pero aquí había árboles, oh, fíjate,
que hermoso porta, etc.), del mismo modo
a veces descubrimos que nuestra mujer tiene cenos o bonitos ojos o apetecibles
caderas. Pero son momentos esporádicos y se diría normales, puesto que exigen
en nosotros un nuevo enfoque o una nueva regulación en el diafragma de nuestra
conciencia, lo que implica un esfuerzo, y por esa misma razón encuentra en
nosotros resistencia. Es por este motivo que la vida conyugal, cuando no hay
hijos ni intereses comunes ni afinidades intelectuales ni sobre todo
compatibilidades temperamentales o sexuales, llega a convertirse en una
ficción, en un compañerismo a ciegas, tan fantasmal como el itinerario mil
veces seguido por una ciudad en la cual sólo nos conducen nuestros reflejos. La
mujer lo comprende y a veces trata de hacerse visible con un nuevo peinado, un
detalle vestimentario o una invitación a seguirle por el barrio no visitado, réprobo,
de su cuerpo. El hombre también lo comprende y exige a veces un cambio de
apariencia (caso patológico del travesti). Pero los disfraces también cansan y
no son otra cosa que disfraces.
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