El siguiente es el poema que el autor del libro eligió y prefirió para su antología. Fue su parecer, y aun así, lo celebro, pues habida cuenta que es más fácil hacer hijos que escribir meritorios poemas; es este, y no otro, el poema de mi vida. Aquel que hubiese querido encontrar en algún libro; tanto así que, al no hallarlo, debí escribirlo.
No sé como llegó. Ni quién es treinta años después.
Solo sé que teníamos seis o siete años e íbamos a la
misma escuela.
Recuerdo el atardecer. (Yo jugaba en la carretera
cerca de la huerta de la abuela).
También me son ajenas las cosas que dijimos al
vernos.
Lo cierto es que algo ocurrió a través de las
palabras.
La vi de pronto franquear el zaguán. Cruzar el patio
desierto y desparecer
tras el cuarto de calamina.
Bajo la sombra cómplice de cuatro borrosas paredes
la puerta hizo tanto ruido que, a su modo, creo, celebró aquel ansioso
descubrimiento. Apenas unos retazos de luz invadían nuestra menuda privacidad.
Entonces no nos dábamos cuenta de la atroz soledad
que rodean los actos del amor. Solo sabíamos que estábamos solos y eso bastaba.
Quien sabe si ladraría algún perro a lo lejos. O
acaso el trote apurado de algún caballo con su jinete nos pusiera algo nerviosos.
No lo sé.
Yo solo veo juntarse -igual que estas palabras- su
cuerpo tierno bajo mi cuerpo pequeño.
Así fue, o así me parece que fue.
(Tanto no puedo equivocarme).
A los pocos días, muy a mi pesar, me vi con espanto
abandonar la tierra donde nací. Una escuela nueva y una ciudad distinta me
esperaban.
Pasaron los años y en las calles donde anduve de
niño soy ahora casi un extraño.
Que más da.
Un extraño que extraña su sombra amada en la
oscuridad del tiempo.
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