Cuando por primera vez decidí fatigar
mi ocio entre los más de ochenta voluminosos tomos alineados en un estante de
la vetusta biblioteca de la municipalidad distrital de Huaura, imaginé que solo
hallaría entre sus páginas documentos rigurosos y soporíferos, prolijos y
prescindibles. En fin, sagrados textos de la historia de La Independencia,
reunidos para la consulta más que para la lectura.
Sin embargo, con no poca sorpresa y harto regocijo, descubrí entre sus
páginas párrafos memorables y deliciosos, que contradecían mi impresión previa
y por el contrario alentaban mi travesía. Viajero inmóvil, sentado sobre una silla
de plástico y con los tomos elegidos apoyados sobre la baranda del jardín del
Museo de Huaura, durante meses viví un frenesí que creí mezquino no compartir
alguna vez.
En particular cuando, además de partes y proclamas, en los tomos que guardan
las memorias de los viajeros y de los combatientes, aparecen presencias
entrañables que cautivan ser miradas con
los ojos de la imaginación.
Es lo que ocurre al leer las evocaciones escritas por William Bennet
Stevenson, el marino ingles que es al mismo tiempo cronista, etnólogo, sociólogo, pero ante
todo, un hombre convencido de que escribir es la única forma de volver a vivir
lo vivido. De trascender lo vivido. (Por lo mismo que leer resulta ser lo contrario: vivir lo que a otros les tocó
vivir).
Por eso, al ir y venir, de Huacho a Lima, y viceversa; al cruzar los
siempre verdes campos de cultivo del valle de Chancay que se extienden hasta la
orilla del vasto mar, no deja de ser emocionante descubrir que entre esa misma
belleza natural hace doscientos años existió una hermosa mujer, cuya belleza,
más que en sus rasgos, reside en sus actos. Una mujer que a través de las
palabras de Bennet alcanzamos a ver:
“El
valle de Chancay contiene algunas plantaciones de caña e instalaciones
de trapiches, como también extensos pastizales de alfalfa para el ganado;
grandes cantidades de maíz y granos crecen en los alrededores.
Este valle es el lugar de
nacimiento de la célebre Niña de la Huaca, una joven que media seis pies de
estatura (lo cual era caso extraordinario ya que por lo general las mujeres
peruanas son bastante bajas), quien se caracterizaba por ser muy aficionada a
los ejercicios masculinos y nada era más agradable para ella que acompañar en
cacería a los esclavos fugitivos o apresar a los ladrones que algunas veces
asolaban el camino entre ese lugar y Lima; montaba el caballo a pelo, a la
usanza del país; se armaba con un par de pistolas o una asta de rejón o lanza y
con tres o cuatro hombres se dirigía a los alrededores del valle o al camino
hacia Lima, donde se convertía en más temida que una compañía de ‘encapados’ o
policía montada. La visité en su residencia y la hallé más instruida en
literatura que cualquier mujer nativa de la zona; era franca, cumplida y
cortés, dirigiendo ella misma su fundo, una hacienda de azúcar, a la que sacaba
el máximo provecho, dirigiendo ella misma el negocio”.
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