Enfundada en
un ceñido pantalón verde oscuro y un polo negro, no menos entallado, “la
gallina de mi caldo” (como diría mi amigo Juan), transita por la avenida
principal de Huacho. Con todo, la dicha de tocarla no me libra de la dicha
perturbadora de verla.
Sin embargo,
al final de aquel público trajinar, en una discreta salita, sentada a mi lado,
a sus 44 esplendorosos años, generosa y amorosa, se somete a mis besos y
caricias. Contra lo habitual, esta vez no apaga la luz. Estimulado por la
claridad, beso con frenesí sus tersos y blancos senos.
Entonces
también, gracias a la luz, mientras devoro con avidez a “las gemelas” (como las
llamaba la loca María), entreveo, de reojo, en su cara el rostro del placer. El
instante eterno en que, con los ojos cerrados y la boca semiabierta, pareciera
contemplar la cara de Dios. Pero el encanto no dura tanto. Intimidada por ver
su intimidad iluminada capitula nerviosa y presiona el interruptor.
“Lo mejor de
vestirse es desvestirse”, decía el poeta César Calvo. A tientas, entre
tinieblas, emprendo y acato aquel sagrado mandato. Primero el botón de su
pantalón, y por último, el supremo bastión de la tentación sucumbe al ímpetu de
mi exploración.
Pero antes, para
hacer más cordial y menos violento el encuentro, por un costado de su pequeña
truza, ingreso a estito para visitar
a esito (para decirlo en el cifrado hablar que
estilan las mujeres y los hombres de Ayacucho).
Conforme lo
preveo, de inmediato, la visita deviene en una firme erección, y aquella
providencial erección, en una victoriosa incursión. Tanto que, en una
breve tregua, impaciente, con sus propias manos no duda en tomar estito para volver donde esito. Azorada, abrumada, admirada,
tampoco duda en decir: “¿Tanto duras?”.
En el
claroscuro de la noche, para el inexorable lance final le pido reclinarse.
Rendida de gozo se da vuelta y se posterna, exponiendo ante mi deseo la mas
hermosa y placentera de las redondeces que pueda imaginar en este redondo
mundo.
“Se necesita
mucha fantasía para abarcar la realidad”, escribió el sabio Goethe (que además
de escritor genial, sabia tanto de minerales como de mujeres). Aquello fue la
apoteosis, pues solo recordarlo desborda mi imaginación: ella gimiendo y anegándose al mismo tiempo, en tanto yo, con más ganas que nunca, a mis 51 años,
embestía e inundaba jubiloso su vagina y sus entrañas.
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