“Mientras más conozco a las mujeres más me asombran. Si no se produce
alguna mutación en el género humano, estos hombrecillos que entre las
piernas, en lugar de nuestro colgajo, tienen un surco, un estuche,
seguirán siendo enigmáticos, caprichosos, tontos, geniales, ridículos,
en fin, para decirlo en una palabra, maravillosos. ¿Qué me atrae de
ellas? Al llegar a los cuarenta años uno se da cuenta de que más vale
vivir en el comercio de las mujeres que
de los hombres. Ellas son leales, atentas, se admiran fácilmente, son
serviciales, sacrificadas y fieles. No rivalizan con nosotros en el
terreno al menos en que los hombres rivalizan: la vanidad y el amor. Con
ellas sabemos a qué atenernos, o están con nosotros o están contra
nosotros, pero nunca esas medias tintas, esos celos, esas fricciones que
tenemos con nuestros pares. Además, ellas son las únicas que nos ponen
en contacto con la vida, tomada ésta en su sentido más inmediato y
también más profundo: la compañía, la conjunción, el placer, la
fecundación, la progenie”.
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario