lunes, 2 de noviembre de 2015

WARMIS



“Mientras más conozco a las mujeres más me asombran. Si no se produce alguna mutación en el género humano, estos hombrecillos que entre las piernas, en lugar de nuestro colgajo, tienen un surco, un estuche, seguirán siendo enigmáticos, caprichosos, tontos, geniales, ridículos, en fin, para decirlo en una palabra, maravillosos. ¿Qué me atrae de ellas? Al llegar a los cuarenta años uno se da cuenta de que más vale vivir en el comercio de las mujeres que de los hombres. Ellas son leales, atentas, se admiran fácilmente, son serviciales, sacrificadas y fieles. No rivalizan con nosotros en el terreno al menos en que los hombres rivalizan: la vanidad y el amor. Con ellas sabemos a qué atenernos, o están con nosotros o están contra nosotros, pero nunca esas medias tintas, esos celos, esas fricciones que tenemos con nuestros pares. Además, ellas son las únicas que nos ponen en contacto con la vida, tomada ésta en su sentido más inmediato y también más profundo: la compañía, la conjunción, el placer, la fecundación, la progenie”

Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas. 



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