lunes, 31 de diciembre de 2012

LA DESPEDIDA


(1911-1969)

Alfredo Torero Fernández  es el más eminente lingüista de la historia del Perú.  Y por eso mismo uno de sus intelectuales de mayor valía del siglo XX.  Además del quechua y el aymara se ocupó de idiomas extintos y aun de la historia del castellano; por eso su contribución a la comprensión de la historia social andina resulta  fundamental. Nació en Huacho en 1930 y murió en Valencia en el 2004. Para reforzar sus exploraciones lingüísticas se graduó de antropólogo, (como antes lo había hecho de abogado). Estudió en San Marcos y lingüística en la Sorbona, en París.

Su contribución a la lingüística en el Perú es equiparable a los magnos drroteros de J.C. Tello en la arqueología. Pues así como la arqueología determinó el nacimiento de la Civilización Andina en Caral, del mismo modo los estudios de Torero determinaron que el quechua surgió en la costa central. De manera que, por sorprendente coincidencia, el lugar donde surgió la lengua más influyente del pasado peruano lo fue  también del nacimiento de su más preclaro investigador.

Pero lo más sorprendente de todo es que José María Arguedas, la figura más notable de la cultura andina, dejara, literalmente, en manos del lingüista huachano sus últimas palabras. Pasados los años en un simposio internacional en México, Alfredo Torero evocó aquella  trágica despedida.      



“Después de un día de conversación ininterrumpida, desde las ocho de la mañana de ese 28 de noviembre de 1969, acababa de dejar a Arguedas en nuestro despacho común del departamento de Ciencias Humanas de la Universidad Agraria, hacia las cinco y media de la tarde. Los sobres que, al despedirnos, me había encomendado, pesaban enormemente en mis bolsillos, aunque no eran sino dos o tres –solo uno de ellos algo grueso, más todos de formato postal normal”.

(Cartas de despedida)
“Pero ¿qué podía hacer? ¿abrir los sobres y leerlas? José María sabía que no cometería una incorrección tal y, además, q ‘entendía’ su contenido. Todo estaba bien amarrado. Deshice el andar por la alameda y fui a tomar mi auto para partir a Lima. Sobre el parabrisas hallé una nota de Arguedas en que me rogaba lo buscara para un último encargo; ya en el despacho, me pidió por ‘un momento’ las cartas, sacó dos de sus sobres y escribió algo –tal vez ‘rectifico’ fechas- las puso en sobres nuevos que cerro después de añadir un billete en uno de ellos, y me las devolvió. Como me quedé en pié, quizá inquisitivo, vacilando para partir, me miró y me preguntó algo que seguramente habría estado meditando: ‘¿Crees Alfredo, qué entre los jóvenes estudiantes habrá un nuevo Mariátegui? ’, yo creía que sí y eso le dije; entonces exclamó: ‘Gracias’, se irguió y me dio un abrazo casi triunfal”.
“Conocía desde años atrás las obras de José María y lo admiraba como escritor –su novela Los ríos profundos fue conmigo a París, y con frecuencia volvía a leer sus páginas-; pero nuestra amistad personal se inició a mediados de 1965, siendo director del Instituto Nacional de Historia, y continuó en la Universidad Agraria, a la que ambos habíamos ingresado como profesores de la Facultad de Ciencias Sociales”.


("Los ríos profundos", manuscritos originales)

“Latauzaco es el nombre de un cerro situado en algún punto de las vertientes oceanopacificas del Perú central, en camino de la costeña ciudad de Lima al pueblo serrano de Huarochirí; allí se daban (¿se dan?) cita, de tiempo en tiempo, desde época inmemorial, los zorros mágicos que se menciona en uno de los textos en quechua de Huarochirí. De los zorros, el uno llega a la cita bajando de la sierra, y el otro, subiendo de la costa”.

“Creo que la fuerte compenetración que José María y yo alcanzamos  pudo darse porque  él era un ‘zorro de arriba’ que había sabido bajar al litoral, y yo ‘un zorro de abajo’ que había sabido subir al Ande”.

“Rumbo al  centro de Lima, en los más o menos sesenta minutos que se requería durante las horas de congestión vehicular para hacer el trayecto de La Molina a la librería ‘El Sótano’ -donde debería encontrar a los destinatarios de los sobres: a Sybila, secretaria, y Francisco Moncloa, el propietario- fui examinando la situación y recordando los temas principales de mi extensa charla con Arguedas. Se me hacía claro que, al dejar la última nota sobre el parabrisas del coche, la intención de José María había sido la de asegurarse que yo partiese, en cuanto lo hubiese verificado, apenas perdiese mi carro de vista, haría su tentativa de suicidio; ya lo habría hecho, entonces”.

(Arguedas y Sybila)
“Cuando llegué a la librería ‘El Sótano’, Sybila y Francisco Moncloa habían salido apresuradamente  no mucho antes, según me dijo la única empleada que había quedado atendiendo al público; desde una clínica, cuyo nombre ignoraba, habían llamado telefónicamente de emergencia avisando que Arguedas había sufrido un accidente. Quedé aguardando otro aviso que me orientara.  A los pocos minutos se presentó en la librería Juan Larco, un amigo y escritor que estaba residiendo desde hace diez años en Cuba y de cuya venida a Lima yo no estaba enterado. Después de saludarnos me dijo que tenía una cita con José María, acordada pocos días antes para ese mismo lugar y a esa misma hora. ‘Arguedas se ha matado y tengo conmigo sus cartas de despedida’ le dije a mi vez, indicando los motivos de mi convicción”.

“El escritor se había dado un balazo en la sien, y se hallaba internado en el Hospital del Empleado –descerebrado, clínicamente muerto, pero con el corazón latiendo. No lo pude ver, pero estuve varias veces junto a un pequeño cuarto donde lo habían instalado con un aparato amplificador de sonido; por cuatro días, hasta el dos de diciembre, se pudo escuchar el latido rítmico de su corazón. Habría tenido corazón para siglos”. 

http://albumdepalabras.blogspot.com/2013/11/jma-en-el-recuerdo.html



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